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Se fue el Papa que le enseñó al Vaticano que la política no debe avergonzar si es fiel al mensaje redentor del cristianismo. La Iglesia ahora enfrenta el desafío de continuar su legado o rendirse ante el capital financiero.
A Jorge Bergoglio le tocó llegar al papado en el clímax de la hegemonía del capital financiero. Se marcha de este mundo en los albores de la asociación entre ese burdo becerro de oro y las corporaciones tecnológicas.
Ambos son feroces vástagos de un imperio en declive. Ambos pugnan por extender lo más que puedan el proceso del inevitable derrumbe. Y ambos fueron expuestos ante los ojos de la Humanidad por un Papa que esperó a que pase el Domingo de Resurrección para irse de este mundo, que cambia su piel dando espeluznantes coletazos que siembran más miseria e injusticia social.
Una breve reseña de la vida del Papa recientemente fallecido indica que en 1958, tiempos de frondizismo, de un desarrollismo sin Pueblo, Bergoglio ingresó al seminario diocesano de Villa Devoto, que en ese entonces estaba dirigido por la orden jesuita Compañía de Jesús. Luego se incorporó al noviciado y en 1969 fue ordenado sacerdote.
Casi 30 años más tarde, en 1998, la Iglesia lo designó arzobispo de Buenos Aires, y en febrero de 2001 fue ordenado cardenal por el papa Juan Pablo II. Así, el cardenal Bergoglio llegó a participar del cónclave que elegiría al sucesor del pontífice polaco.
Precisamente en ese cónclave de 2005 Bergoglio estaba entre los nombres que en los corrillos del Vaticano eran nombrados como favoritos para ser ungido Papa, pero la mayoría de los cardenales se inclinó por Joseph Ratzinger, quien eligió el nombre de Benedicto XVI.
A ocho años de ese papado, se produjo un hecho inédito en 600 años. La renuncia de un papa obligó a un nuevo cónclave, que a su vez derivó en otro suceso jamás visto, puesto que por primera vez el Vaticano elegía un papa latinoamericano y argentino, Jorge Bergoglio, que optó por adoptar el nombre de Francisco, un símbolo de austeridad y entrega.
¿Un Papa peronista?
Francisco fue el Papa de la periferia. Después de 1.300 años llegó a Roma un Sumo Pontífice de cuna no europea. Primer dato que provocó escozor en los centros del poder hegemónico, incluido el argentino. Sólo su habilidad y su sujeción a la organicidad evitaron lo que pudo ser inevitable: el choque de frente de dos trenes de alta velocidad.
Quienes conocían bien al cura Bergoglio, al arzobispo y luego al cardenal, sabían que su formación jesuita y su permanente contacto con la realidad que le tocaba pastorear lo ubicaban entre aquellos clérigos que no brillaban por sus acciones o dichos revolucionarios, pero advertían que se trataba de un ferviente cuestionador de las raíces del sistema dominante. Como consecuencia de ello, era un hueso duro de roer para los poderes económicos y políticos vernáculos.
Su “militancia”, su filiación política, fue motivo de muchas especulaciones, pero es preciso atenerse a su propia versión de los hechos. En El Pastor, los periodistas Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti, sus autores, presentan ese libro como “una década de conversaciones con el Papa Francisco”, y entre los muchos pasajes destacados del mismo, revelan una suerte de confesión del Santo Padre.
Francisco, textualmente, declara: “Nunca estuve afiliado al partido peronista, ni siquiera fui militante o simpatizante del peronismo. Afirmar eso es una mentira. Tampoco estuve afiliado a Guardia de Hierro, como dijeron algunos. Repito, la presencia de esa agrupación en la universidad y mis escritos sobre la justicia social llevaron a que se dijera que soy peronista. Pero en la hipótesis de tener una concepción peronista de la política, ¿qué tendría de malo?”.
Ése, y no otro, parece ser el quid de la “cuestión política”, aplicable tanto a Bergoglio como a Francisco. Despojar a la política de lo intrínsecamente vergonzoso que pudiera contener esa opción que en forma constante han tenido desde 1945 las grandes mayorías en la Argentina: el peronismo.
El futuro cura Bergoglio nació en una familia radical, suficientemente gorila, y llegó a la mayoría de edad en 1955, cuando la oligarquía le asestaba un golpe furibundo al modelo que el general Perón inauguró una década antes desde la Secretaría de Trabajo y Previsión.
El periodista, escritor y político Aldo Duzdevich, recuerda que Bergoglio, al recordar esos tiempos de su adolescencia, señaló: “La única vez que vi a Perón, fue cuando me tocó ir como abanderado de mi colegio al Teatro Colón. Nos pusieron en el escenario a todos los abanderados y ahí lo vi de cerca. A Evita también la vi en una oportunidad. Fue cuando entré en una Unidad Básica de la calle Córdoba, con mi hermano, porque necesitábamos unos folletos para un trabajo en el colegio. Ella estaba allí y nos saludó, pero nada más”.
¿Qué despertó en aquel chico la proximidad con esas enormes presencias? Poco se sabe, pero sí se conoce lo que el mismo Duzdevich revela en boca del cura que un día llegaría a ser Papa: “Después en la adolescencia tuve también una incursión por el «zurdismo», leyendo libros del Partido Comunista que me daba mi jefa de laboratorio”. Y cuenta que Bergoglio agregó: “Después acompañé grupos de jóvenes con diversas experiencias políticas. En el 51 y 52 esperaba con ansias que pasaran los que vendían La Vanguardia (órgano del socialismo más gorila, el de Américo Ghioldi). Pero nunca me afilié a ningún partido”.
En línea con la tarea de decodificar si Bergoglio fue o no peronista, sirve un tramo del libro Sobre el Cielo y la Tierra, donde el entonces cardenal Bergoglio relata su diálogo con el rabino Abraham Skorka. En un párrafo significativo, el prelado argentino brinda una mirada sobre el primer peronismo: “Perón quería usar los elementos de la Doctrina Social de la Iglesia e incorporó muchos de ellos a sus libros y a sus planteos. Uno de los hombres que le proveyó de esos elementos fue el obispo de Resistencia monseñor (Nicolás) De Carlo”.
De esa relación entre Perón y el obispo chaqueño, Bergoglio rescata una anécdota que despeja incógnitas: “En una de esas visitas a Resistencia, Perón le dice a la gente que lo escuchaba que quería aclarar una calumnia: «Dicen que De Carlo es peronista. No es verdad. Perón es decarlista»”.
Duzdevich, quien hace tiempo sostenía que “el Papa Francisco tiene dimensión universal y lo empequeñecemos si pretendemos embanderarlo como peronista”, ironiza y asevera, en forma contrafáctica: “Si viviera, seguramente Perón repetiría la misma frase: «Francisco no es peronista, Perón es Francisquista»”.
Dicho todo lo anterior, es imposible separar la tarea pastoral e intelectual del papado de Francisco de los principios rectores del peronismo clásico, que a la vez son indivisibles, en espejo, con la doctrina social de la iglesia.
Desde casi todos los sectores que el peronismo supo sembrar se dirá –con cierta razonabilidad– que a esa doctrina el peronismo, a lo largo de sus casi ochenta años de existencia, le fue sumando, en la praxis política, derechos de nueva generación. A Francisco le quedó pendiente la incorporación de algunos de esos derechos a la orgánica eclesiástica.
El rol de la mujer, ya sea en la liturgia como en la conducción de los órganos clave, el fin del celibato obligatorio para el ejercicio del sacerdocio, entre otros cambios, quedaron a mitad de camino, pero el Papa que se fue jamás los negó de plano y, por el contrario, se conoce el debate que abrió en el seno del Vaticano, pero particularmente en las diócesis de todo el mundo.
Para quienes son presas fáciles de la impaciencia, es necesario recordarles el carácter milenario de la Iglesia, e invitarlos a revisar en cuántas de las pocas instituciones religiosas que se le pueden comparar hubo muchos cambios y si los mismos fueron tan repentinos como reclaman.
El Islam, el budismo, el judaísmo, mantienen casi sin cambios –a través de sus largas historias– tradiciones, gobernanza y liturgia, pero en ninguno de esos casos la exigencia de cambios radicales tiene la naturaleza intensiva del reclamo a la Iglesia romana.
Es más, teniendo en cuenta la influencia de la Iglesia católica en el mundo, el imperialismo yanqui jamás intentó siquiera armar un dispositivo de inserción e infiltración con “comandos” católicos como sí lo diseñó y puso en acción a través de diversas congregaciones de la Iglesia evangélica o protestante, principalmente con los mormones. Acaso haya sido porque intuyeron la imposibilidad de esa misión.
La Iglesia de Roma ha tenido muchas manchas a lo largo de su larga historia, pero siempre fue un factor de poder independiente de los sucesivos poderes políticos temporales. Compitió, con mayor o menor intensidad, con ellos, y en algunos casos fue cómplice, pero nunca fue cooptada del todo.
En la etapa en que Francisco la lideró, la Iglesia fue una piedra en el zapato de todos los poderes terrenales. Y él como pontífice se ganó el respeto de los grandes estadistas y líderes mundiales. Sólo algún roedor con ínfulas indignas osó insultar su carácter para luego arrodillarse en busca de su favor.
Hoy se abren interrogantes en torno de la sucesión de alguien que transformó la Iglesia con una profundidad que no es comprendida en su total dimensión.
Una Iglesia en sucesión
Aunque no es la única mirada que haya reparado en las características de la construcción de Francisco en términos de poder vaticano, es interesante la que el periodista Diego Genoud posa en ese rasgo, porque echa luz sobre la edificación de “un poder en base a símbolos, a gestos y a mensajes que iban a contramano de su tiempo: contra el mercado divinizado, la política del descarte, la globalización, la guerra y la destrucción del medio ambiente”.
El colega de El Destape agrega que ese poder “no se mantuvo en estado gaseoso sino que adoptó una forma concreta, con cada puesto de la jerarquía católica que Francisco decidió ocupar en el Vaticano y en cada rincón del planeta donde la Iglesia tiene representación”.
Y vale la pena reparar que Francisco nombró a casi el 80 por ciento de los cardenales habilitados para integrar el cónclave que designará a su sucesor. Está claro que no era un improvisado.
Como heredero de la tradición jesuita, sostuvo siempre algunos principios irrevocables. Uno de ellos es que para gobernar teniendo como norte el bien común se hace necesario priorizar el todo sobre las partes y el tiempo sobre el espacio. Nada tan sencillo y, a la vez, nada tan complejo, tratándose de la conducción de una organización con más de dos mil años de existencia, con tradiciones incólumes y, por cierto, kioscos muy rentables en cada rincón del Vaticano.
No será sencilla la sucesión de un Papa que en la encíclica Evangelii Gaudium escribió: “Esta economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión”. No tendrá pocas resistencias de parte de los cardenales que integran el sector más conservador de la Iglesia, eso es seguro.
Francisco, en enero de 2025, hace nada, expresó, en el texto creado para el Jubileo de la Comunicación, y refiriéndose a la adicción que provocan las redes sociales: “¿Dónde podemos encontrar la cura para esta enfermedad si no es trabajando juntos para capacitar, especialmente a los jóvenes? Necesitamos empresarios valientes, ingenieros informáticos valientes, para que la belleza de la comunicación no se corrompa. Los grandes cambios no pueden ser el resultado de una multitud de mentes dormidas, sino que comienzan con la comunión de corazones iluminados”.
¿Quiénes, entre los cardenales que pudieran ser ungidos como Sumo Pontífice, tienen vocación, formación y audacia para dar continuidad a esas premisas pastorales y evangélicas? ¿Quiénes querrán impedir que persista esa línea teológica?
Francisco cimentó su papado sobre cuatro pilares filosóficos: la superioridad del todo sobre la parte; de la realidad sobre la idea; de la unidad sobre el conflicto y la preeminencia del tiempo por sobre el espacio. Y tejió en esa línea. Lo señaló en una entrevista concedida a la agencia Télam, hoy eliminada por el insultador serial que ofendió a Francisco apelando a las bajezas que lo caracterizan.
En 2022, en ese reportaje, el Papa dio una especie de mini cátedra: “La realidad es superior a la idea, o sea, cuando te vas por los idealismos, perdiste; es la realidad, tocar la realidad. El todo es superior a la parte, es decir, buscar siempre la unidad del todo. La unidad es superior al conflicto, o sea, cuando privilegiás los conflictos, dañás la unidad. El tiempo es superior al espacio, fijate que los imperialismos siempre buscan ocupar espacios y la grandeza de los pueblos es iniciar procesos”.
Si en el peronismo algunos y algunas tomaran nota de esos preceptos, tal vez hoy el ser inmoral que ocupa la Casa Rosada seguiría siendo panelista televisivo.
Francisco nombró durante sus 12 años de pontificado a 135 cardenales, entre ellos a cuatro argentinos, que podrán votar y ser elegidos, aunque saben que las chances de que surja un nuevo líder de la Iglesia de nacionalidad argentina son poco menos que nulas.
Sin embargo, el valor de esos votos está dado por sus diferentes niveles de proximidad con Francisco a lo largo de su papado. Uno de esos cuatro cardenales se destaca: Victor Tucho Fernández, teólogo, ex rector de la UCA y ex arzobispo de La Plata, a quien el Papa llamó a Roma para que asumiera nada menos que como prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Podría decirse que es el “rosquero” de Francisco, el hombre que sabe moverse en los pasillos de la Santa Sede y entiende la política vaticana como pocos.
Tucho fue quien se paró de manos frente a las diferentes ofensivas eclesiales del ultraconservadurismo católico opuesto a la renovación que llevó adelante Francisco. Los otros tres, Ángel Rossi, Vicente Bokalic y Mario Poli, tuvieron también, por diferentes razones, una estrecha cercanía con Francisco, y puede confiarse en que son fieles intérpretes de su legado.
Como se dijo, no será fácil suplantar a alguien que llegó a decir, como Papa, que “Latinoamérica todavía está en ese camino lento, de lucha, del sueño de San Martín y Bolívar por la unidad de la región. Siempre fue víctima, y será víctima hasta que no se termine de liberar, de imperialismos explotadores”.
Un Francisco que, a propósito de lo anterior, proclamó que “el sueño de San Martín y Bolívar es una profecía, ese encuentro de todo el pueblo latinoamericano, más allá de la ideología, con la soberanía. Esto es lo que hay que trabajar para lograr la unidad latinoamericana. Donde cada pueblo se sienta a sí mismo con su identidad y, a la vez, necesitado de la identidad del otro. No es fácil”.
No será fácil.
Publicado en el semanario El Eslabón del 26/04/25
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La entrada Francisco, el que sacó a Roma de su letargo se publicó primero en Redacción Rosario.
Fuente: Redacción Rosario