Con la «Toma de Lima» o la «marcha de los Cuatro Suyos», en la que miles de manifestantes se trasladaron desde diferentes rincones del país hasta Lima, cambia el escenario del conflicto peruano: de uno de disputa profunda, pero regional, a uno de escala nacional en el que las élites comienzan a sentir, de cerca, la radicalidad de las protestas.
Las movilizaciones, que comenzaron desde el derrocamiento del presidente electo Pedro Castillo, el pasado 7 de diciembre, no habían llegado con ímpetu a la gran ciudad donde se establecen el poder constituido y las clases dominantes.
El «estallido», que ha reverberado en el sur peruano, se está expandiendo a todo el país, y esta semana se ha trasladado a la capital, cuyas calles se habían mantenido relativamente alejadas de la tenaz pugnacidad.
La presidenta interina, Dina Boluarte, cuya renuncia es una de las principales demandas de las protestas, había dicho en los días previos a la movilización –convocada por movimientos sociales– que esperaba conversar con ellos sobre sus demandas.
No obstante, muchos de quienes se trasladaban hacia Lima denunciaron que las fuerzas militares y policiales estaban impidiendo el paso hacia la capital. Luego, la marcha fue atacada con gases lacrimógenos y no hubo situación de diálogo alguna.
Pero hay que reconocer que, a diferencia de lo acontecido en el resto del país, en el que ya la cifra de muertes ha pasado de cincuenta, en Lima la represión no ha llegado aun a ser letal, lo que indica cierta cautela a la reacción que podría causar una actuación policial desmedida.
A partir de la Toma de Lima, si lo que sucede en Perú no es un «estallido» –similar a los ocurridos en Colombia y Chile años anteriores–, entonces se parece bastante. Y podrían esperarse nuevas acciones que trastoquen el estatuto de la política peruana.
¿Hasta dónde llegará el estallido?
Una vez consumado el golpe y detenido Castillo, las protestas comenzaron a brotar de manera intermitente y localizada, pero no sería hasta el 10 de enero cuando la convulsión llegó a su máxima expresión, debido especialmente al asesinato de 17 manifestantes ese día.
Este hecho volvió a caldear los ánimos en departamentos que habían vuelto a una relativa normalidad. Desde entonces, los cortes de ruta se multiplicaron y nuevas regiones se sumaron a las manifestaciones y al paro nacional, convocado por movimientos y sindicatos.
Ya el gobierno interino había decretado toque de queda y supresión de derechos en varias regiones y el estado de emergencia en todo el país. Con estas medidas y los más de cincuenta decesos, lo que empezó como una destitución presidencial por parte del Parlamento, ya tiene visos de dictadura.
Con la conflictividad en alza, surge la pregunta: ¿hasta qué punto la salida de Castillo ha permitido a las élites retomar el control de Perú? Parece, más bien, que su derrocamiento ha producido una inestabilidad que nadie sabe cuándo ni cómo va a terminar.
Lo que se pensaba que era un acto protocolar más, una nueva destitución presidencial de las tantas que han ocurrido desde el legislativo peruano, está resultando ser la chispa que ya está incendiando la pradera peruana.
Perú: una nación «estable»
Perú, a pesar de la inestabilidad institucional y política que se ha prolongado durante varios años, había logrado los últimos tiempos mantener pacificadas las demandas sociales, sin conflictividad violenta ni estallidos, a diferencia de sus vecinos como Chile, Colombia, Ecuador y Bolivia.
Quizá uno de los principales factores de ello había sido la oportunidad que tuvieron los sectores populares en el evento presidencial de 2021, que se selló con el triunfo de Pedro Castillo. Pero su derrocamiento ha significado el cierre de esa puerta democrática y la apertura de un nuevo escenario de conflicto violento en las calles, que este jueves ha escalado.
Con la conflictividad en alza, surge la pregunta: ¿hasta qué punto el golpe a Castillo ha permitido a las élites retomar el control de Perú? Parece, más bien, que su derrocamiento ha producido una inestabilidad que nadie sabe cuándo ni cómo va a terminar.
El presidente Castillo, a pesar de todas las conspiraciones en su contra, nunca movilizó a los sectores sociales subalternos, de donde provenía, para intentar sostenerse en el poder, sino que por el contrario mantuvo el sosiego en las calles.
Pero una vez derrocado, el dique que él representaba se ha roto y el mejor ejemplo ha sido la multitudinaria marcha de este 19 de enero que ha penetrado Lima.
Toma de Lima
El jueves, los movimientos lograron su objetivo más inmediato: trasladar la conflictividad a Lima por medio de la «marcha de los Cuatro Suyos», como se denominaban las regiones del antiguo imperio inca y también las protestas que dieron al traste con el gobierno de Alberto Fujimori en el 2000.
Con la Toma de Lima, la lucha popular redirecciona su desplazamiento hacia el propósito central del conflicto: vencer el amurallamiento cultural de la capital, donde se resguardan los vestigios oligárquicos del país. Y, en cierta forma, ya lo han logrado.
Las élites limeñas, sus instituciones y sus medios de comunicación, todas denunciadas por su impronta colonial, desde el jueves sienten que su «enemigo histórico», los pueblos indígenas y campesinos, le están «latiendo en la cueva». Aquellas, promoviendo un pensamiento excluyente y racista, se han «autocercado» para no ceder ante un interior del país que resguarda las tradiciones culturales peruanas.
La marcha del jueves demostró que la fortificación se puede derribar y que las élites que la sostienen, a pesar de su poder, también son vencibles.
Hay que recordar que en las últimas regionales de 2022 salió electo como alcalde de Lima, el dirigente ultraderechista Rafael López Aliaga. En ese momento, la capital corroboró su separación simbólica del resto del país.
Pero a partir de esta semana, las fuerzas populares han dado un paso y están planteando que ya nadie estará tranquilo mientras las injusticias e ilegalidades del poder limeño siga dominado al resto del país.
Aún queda mucha tela por cortar en Perú, pero sobre todo en Lima.