Juan José Saer, uno de los grandes escritores de la literatura argentina, falleció el sábado en un hospital de París, Francia, a los 67 años, estaba finalizando una ambiciosa novela.
Juan José Saer, en Junio de 2003, en Buenos Aires. |
Saer, a fines del 2000, cuando visitó Rosario. |
La muerte se produjo como desenlace de una prolongada enfermedad, que el año pasado le había impedido asistir al Congreso de la Lengua Española, en Rosario.
Nacido en Serodino, provincia de Santa Fe, y radicado en Francia desde 1968, Saer padecía cáncer de pulmón y se había internado la semana pasada en el Instituto Gustave Roussy de París. Su muerte resultó algo inesperado para sus familiares y allegados, dado que se creía que podía recuperarse.
En Noviembre del año pasado, Saer debía participar en el III Congreso de la Lengua Española, para pronunciar una lección en el cementerio Pére Lachaise, pero la enfermedad se lo impidió. «Rosario es la primera ciudad que yo conocí -dijo entonces, al anunciar su forzada ausencia-. Mi primer recuerdo de Rosario es un quiosco de cigarrillos y caramelos. En mi pueblo eso no existía y era como un lugar mágico que yo veía por primera vez. Rosario era la ciudad de la aventura, del sueño, del amor». De hecho, pensaba regresar al país en Octubre, para estar en la Feria del Libro que se realizará en la ciudad.
Saer había nacido el 28 de Junio de 1937. En 1949 se radicó en la ciudad de Santa Fe. Trabajó como periodista en el diario El Litoral, hasta que se produjo un escándalo en torno a un cuento publicado en el suplemento cultural de ese vespertino donde sugería una escena de lesbianismo.
Más tarde fue amigo e integró un grupo informal de escritores santafecinos y rosarinos, entre los que se contaron Hugo Gola, Francisco Paco Urondo y Aldo F. Oliva. Desde Paraná, el poeta Juan L. Ortiz fue una de las principales referencias de los por entonces jóvenes escritores.
Hijo de inmigrantes sirios y ex profesor de la Universidad Nacional del Litoral, Saer enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica, hasta que, en 1968, se radicó en la ciudad de Rennes, en Francia.
Allí ejerció como profesor universitario y fue designado miembro del Comité Técnico de la Casa de Escritores Extranjeros y Traductores de Saint-Nazaire.
«Cuando me fui a París, no pensaba ir, no tenía ninguna intención de hacerlo, además cuando viajé fue sólo por seis meses y finalmente me quedé por muchas razones de diferente tipo. No quiero disminuir el valor de esa experiencia que fue para mí extremadamente rica, pero no puede decirse que lo haya hecho de manera consciente, deliberada, voluntaria», supo decir Saer, para explicar su viaje a Europa.
La muerte del autor de «La ocasión», obra por la que en 1987 recibió el Premio Nadal de novela, el más antiguo que se otorga la noche del día de Reyes de cada año en España, lo sorprendió en pleno trabajo.
La enfermedad lo sorprendió cuando trabajaba en los tramos finales de su ambiciosa novela «La grande», que iba a publicarse en Septiembre, su primer novela en ocho años, desde que Seix Barral publicó «Las Nubes», en 1997.
A pesar del título, y no obstante las suposiciones de la crítica, que anticipaban una obra de cuatrocientas y hasta setecientas páginas, Saer había comentado meses atrás que el trabajo no superaría las «las trescientos cincuenta».
«Eso ya es mucho para lo que yo acostumbro a escribir», justificó el escritor, vecino del número 26 de la Rue du Commandant Mouchotte, en las cercanías de la estación Montparnasse. Estaba casado con Laurence Gueguen y tenía dos hijos: Jerónimo y Clara.
Además de la edición de «La Grande», Saer tenía previsto editar un volumen de artículos periodísticos escritos para distintos medios, un trabajo de textos breves, y volver al país en Octubre próximo, para participar, en Rosario, de la Feria del Libro 2005.
El relato transcurre en siete jornadas, a partir de un martes, e incluye al «elenco estable» de personajes, como Saer lo llamaba, aunque el principal es Gutiérrez, un joven que presentó en un cuento de su primer libro, y que ahora retoma, 30 años después, cuando regresa a Santa Fe.
El autor ya había escrito y revisado -con su habitual prolijidad, pero particularmente obsesionado por este texto- cinco de las siete jornadas del relato, estaba a punto de terminar la sexta y tenía esbozada la séptima, que había imaginado como un epílogo. El Grupo Planeta tenía previsto publicar la novela en Septiembre, ocasión para la que Saer iba a viajar a la Argentina. Además, la editorial tiene lista una recopilación de artículos publicados en diarios, llamada «Trabajos».
Narrador, cuentista, poeta y ensayista, a través de su vasta producción ficcional, Saer fue dando forma a un mundo literario propio, con un lenguaje complejo y particular, y una geografía precisa. La ciudad de Santa Fe y sus alrededores son el escenario de la mayor parte de su obra, en la que van y vuelven, se reencuentran y se pierden los mismos personajes (Carlos Tomatis, Pichón Garay, Barco, Angel Leto, Washington, el matemático…).
Desde ese universo reconocible, donde los objetos y los detalles se describen con minuciosidad y dedicación, Saer abarcó toda la complejidad de la experiencia humana. La violencia, el tiempo, la memoria y la percepción; los vaivenes políticos del país y las discusiones literarias son una permanente inquietud en sus relatos.
Su obra, una de las máximas expresiones de la literatura argentina contemporánea, incluyó entre otras obras los relatos de «En la zona» (1960), «Unidad de lugar» (1967) y «La mayor» (1976) las novelas «Responso» (1964), «El limonero real» (1974), «Nadie nada nunca» (1980) y «La ocasión» (1986), el libro de poemas «El arte de narrar» (primera edición en 1977), y el ensayo «El río sin orillas» (1991).
Entre las distinciones que recibió el escritor santafesino se destacan el premio France Culture al mejor libro de autor extranjero publicado en Francia en 2003 y el XV Premio Unión Latina de Literaturas Románicas, que compartió en Octubre de 2004 con el rumano Virgil Tanase. En esa ocasión Saer no pudo asistir a la entrega del premio, que tuvo lugar el 24 de Noviembre en Roma, por motivos de salud. El jurado había considerado que el argentino desarrolló «una obra rica y variada de modo silencioso, alejado de los grandes circuitos de la publicidad literaria».
Lecturas tempranas
Su acercamiento a la literatura fue temprano, desordenado y sin otra guía que su curiosidad, satisfecha en librerías y bibliotecas públicas. Identificaba a Borges, Arlt y Juan L. Ortiz como las referencias constantes de su trabajo, aunque también puede rastraerse la lectura de Proust, Faulkner, Musil, Pavese y el objetivismo francés.
Saer comenzó a publicar en la década del 60, una época de experimentación y vanguardia, sin pasar por Buenos Aires, lo que lo mantuvo alejado del canon literario oficial y motivó que su primera producción sólo fuera redescubierta años después.
Sin embargo, el autor -para quien escribir era una tarea «muy laboriosa y poco placentera»- fue construyendo un creciente grupo de lectores fieles, y sus obras se reeditan desde hace años con venta sostenida. Alejado de los circuitos literarios oficiales, para muchos Saer se situó en las últimas décadas, a fuerza de literatura, como el mejor escritor argentino vivo.
«Quiero tener lectores que reflexionen»
Algunas definiciones de Juan José Saer, en distintos reportajes realizados en los últimos años:
- «Siempre quise ser escritor, nunca quise ser otra cosa, hubo un período en que tuve ganas de hacer cine, alrededor de 1960, pero me resultaba imposible el trabajo en equipo. Prefería resolver yo los problemas».
- «Al principio leía novelas hechas en historieta, y muchísima poesía. Pero la lectura de dos o tres autores (Proust, Joyce, Faulkner) me sumergió en una especie de furor narrativo. Leía a autores extranjeros, italianos, anglosajones, franceses; cada lectura era como un sacudimiento, como un shock».
- «Para mí escribir en otro idioma que no sea no el castellano sino el argentino, porque yo escribo en argentino, no presenta ningún interés. Una de las razones fundamentales por las que escribo es porque escribo en argentino. Es una aventura muy interesante la de escribir en una lengua literaria que está en formación y poder utilizar ese idioma, y la música de la lengua hablada de Argentina, no en una expresión naturalista, sino musical, de color, de diferentes registros. No me interesa escribir en un español neutro y académico».
- «Cuando vuelvo a Santa Fe siento que mis sentidos se agudizan un poco más que en otros lugares. Siento que estoy más alerta, a las cosas que me ocurren, a las que veo, a las frases que oigo, a los colores que distingo, a las flores, a los pájaros, al río, al agua».
- «La desaparición de algunos personajes en mis libros siempre es provisoria, porque pueden reaparecer en cualquier momento, en otros períodos de su vida. Incluso si mueren pueden reaparecer, un poco antes, por ejemplo unos años antes, el día de la muerte, pero nunca después de la muerte: porque soy un narrador realista, en términos de preceptiva pobre».
- «La crítica me ha ayudado mucho. Tengo más éxito crítico que comercial. No soy un escritor comercial, aunque ahora mis libros se venden un poco más, y mí no deprime eso, al contrario esto muy contento de que sea así. Quiero tener lectores que reflexionen; no siempre las reflexiones son pertinentes, ni los lectores reaccionan como yo quisiera, pero una vez que publico un libro, éste vive por su propia cuenta».
El juego de lo verdadero y lo falso
Adiós a un narrador de excepción. Fragmento de un texto de Saer
El ensayo fue uno de los géneros en los que descolló el escritor santafesino, como se observa en esta reflexión
El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa.
Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos -lo que no siempre es así- sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera. Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non-fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable. La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la verdad, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria. La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado, fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser: «No basta con sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a cabo». Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. (de «El concepto de ficción», 1997) |
Fuentes parciales: diario La Nación (Raquel San Martín) y diario La Capital
Fotos: diario La Nación y La Capital