Habría que buscar cuántos artistas en Argentina son capaces de dar la cara en un show que se suspende por mal tiempo. Y cuántos se animan a cantar con la sola ayuda de un micrófono una, dos, tres, cuatro, cinco canciones hasta que la garganta no dé mas. No hace falta buscar demasiado. En este país hay sólo uno, y se llama Soledad Pastorutti. La Sole tenía todo preparado para dar un gran recital de despedida ante miles de fans de distintos puntos del país y del extranjero. El lugar no podía ser otro que Arequito, y hacia allí llegaron de Buenos Aires, Salta, Santiago del Estero, Córdoba, y también desde Venezuela y Estados Unidos. Pero la lluvia hizo trampas, y literalmente aguó el espectáculo, aunque la fiesta todavía estaba por venir.
Los chicos hicieron el aguante en el galpón de chapa del Ferroclub y en ningún momento se resignaron a no ver a la artista. «Pan y vino, pan y vino, el que no quiere a la Sole, para qué carajo vino», cantaba un grupo totalmente empapado revoleando trapos con inscripciones y dibujos del Tifón de Arequito.
A un costadito, como pidiendo permiso, dos hermanos santiagueños esperaban con paciencia innata el momento del encuentro. Los dos son obreros metalúrgicos que residen en Laferrere y, claro está, aman a Soledad, pese a que no son tan chicos. «Yo hice esta bicicleta con mis propias manos en la fábrica donde trabajo. Es un regalo para ella», dijo Roberto Conchí (52), de bigotes negros y espesos. A su lado, Maxi Conchí (57), detallaba que él había grabado en el caño el nombre de Soledad. «En realidad esto es una excusa para conocerla personalmente», afirmó.
Dos horas después de que el show se suspendiera oficialmente, la Sole salió, sin micrófono y sobre un improvisado escenario, a hablar con la gente en el galpón. Con musculosa negra y pantalón naranja pidió disculpas una y mil veces: «Perdón chicos, pero no podemos manejar las condiciones del tiempo. Pero no tomen esto como una mala experiencia, por algo Dios lo quiso así».
Los aplausos y los gritos hacían inaudibles las palabras de la Sole. Allí, al fin a alguien se le ocurrió que era harto necesario un micrófono para que la comunicación fuera más fluida. La lluvia seguía cayendo y los chicos ahora contaban con todo el tiempo del mundo. Tenían a la Sole ahí, no les importaba nada más.
Dueña de un carisma impar, Soledad firmó cuanto autógrafo le pidieron y saludó a todos los clubes de fans que mostraban sus pancartas. Rápida de reflejos, le contestó además a un joven que se enojó con ella porque en el lugar vendían hamburguesas, para él un alimento no autóctono que iba en contra del acontecimiento folclórico y popular. «Si creemos que ser argentino pasa por una hamburguesa o un choripán estamos listos», le retrucó.
Y llegó la música. Sin instrumentos, pero música al fin. «No voy a tocar la guitarra porque soy medio mala y no me animo», dijo con una humildad propia de su persona. De inmediato, dijo que cantaría un tema que iba a estrenar en el show de Arequito y que estaba dedicado especialmente a los fans. Pero los problemas seguían apareciendo, e insólitamente el galpón se quedó a oscuras. «Lo voy a hacer igual», dijo la Sole. Alguien le iluminó la letra, que aún no tenía memorizada, y entonó cargada de emoción entre crickets, velas y bengalas encendidas.
Después llegaron «El tren del cielo», «El poder de los sueños», «El bahiano» y «Todos juntos». Cada canción con la misma energía, con una voz que a veces imitaba el sonido de una guitarra imaginaria, y con un coro de miles de personas que filmaban, le sacaban fotos, o prendían grabadores para registrar el momento. Cuando todo terminó, y pese a que la Sole no pudo confirmarles la fecha exacta del recital suspendido, los chicos se fueron en paz. Sabían que habían asistido a una ceremonia irrepetible, a un encuentro íntimo con su artista que les quedará para siempre grabado en sus corazones.