Todo comenzaba a la una de la madrugada del 24 de marzo de 1976. El General José Villarreal le dice a Isabel Martínez de Perón: “Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada” Todo comenzaba a la una de la madrugada del 24 de marzo de 1976. El General José Rogelio Villarreal le dice a Isabel Martínez de Perón (Presidenta electa por el voto popular): “Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada”.
Se ponía en marcha, así, en un contexto real de crisis, una política dirigida a producir la derrota estratégica del Pueblo argentino.
Las Fuerzas Armadas tomaban el “Control del País”, cuestión ésta que significó, entre otras cosas, la disolución de los partidos políticos y del Congreso, anulación de la libertad de prensa y expresión, reemplazo de la Corte Suprema de Justicia, supresión de toda actividad política y sindical y entrega a los dictados de los amos del mundo.
“Control del País” que llevaba implícito el horror y la muerte.
Pena de muerte para “quienes causaren daño a medios de transporte, de comunicaciones, usinas, instalaciones de gas o agua y otros servicios públicos; para los que contaminaren el agua, los alimentos y las medicinas; para los que causaren daños con explosiones o incendios; para los que sean sorprendidos infraganti y no acaten las intimaciones, o se enfrenten con las fuerzas de seguridad», y que se extendería, impunemente, a todos aquellos que no comulgaban con los expurios intereses que estos “alzados en armas” representaban.
A la una de la madrugada del 24 de Marzo de 1976, daba comienzo el mayor genocidio de nuestra historia. El terrorismo de Estado hacía su irrupción nefasta. Los argentinos nunca más seriamos como antes.
Al igual que en 1930, 1955 y 1966 los militares que deshonraban el uniforme sanmartiniano, de la mano de la más rancia oligarquía (representada por José Alfredo Martínez de Hoz) y de los sectores hegemónicos del capital financiero internacional, y con el visto bueno de la Embajada Norteamericana e Inglesa, pergeñaban un nuevo atropello contra el Pueblo.
Afirma Alberto Guerberof (Secretario General de Causa Popular), refiriéndose a estos “militares” golpistas: “Nada tenían en común con los militares patriotas de la primera Independencia ni con los jefes gauchos del federalismo provinciano, ni latía en sus venas el nacionalismo criollo de los combatientes de la Vuelta de Obligado. Estaba por completo ausente el espíritu del ejército de los fortines, y renegaban de la alianza con las clases populares de 1945. No era el ejército sanmartiniano. Eran, confirmando la tesis de los dos ejércitos, los herederos de aquellos otros uniformados de casaca azul que prestaban oídos a los abogados y comerciantes porteños, que reverenciaban a Rivadavia y aborrecían a Bolívar, que querían patria chica y ser parte de la aristocracia mercantil del puerto. Eran los dos ejércitos que venían tironeando por la conciencia de sus soldados que se habían forjado con la patria. El ejército democrático había sido vencido por el brazo armado de la oligarquía”.
El rol social que las Fuerzas Armadas se habían autoimpuesto, era el de ser arbitro de los “litigios” políticos, pero envuelto en el manto falsario del “antipoliticismo”.
Contaban con una doctrina (importada): la de Seguridad Nacional, y creían que estaban impregnados por el óleo sagrado del mesianismo para llevar adelante su “misión trascendente”: salvarnos de la amenaza del “enemigo marxista”.
En 1930, se declararon partidarios de la necesidad del “reestablecimiento de las jerarquías sociales perturbadas por la chusma radical”.
En 1955, los gorilas fusiladores pretendían retrotraer al País y a su Pueblo a las condiciones previas a Perón. Hasta 1945 la Argentina era una Colonia, en 1955 era una Patria.
En 1966, ante “el temor a que demasiada Libertad permitiera el retorno del peronismo” justificó, según los militares, la toma del poder.
Y siempre acompañados de civiles de extracción oligárquica y liberal. Muchos de ellos insertos en las estructuras de los partidos políticos del sistema, y algunos otros conspicuos dirigentes de los mismos.
En 1983, el fracaso del Proceso significaría el ocaso del prestigio militar, su eliminación en términos de alternativa política válida (algunos sectores ya nunca más podrían golpear las puertas de los cuarteles) y el inicio de la decadencia institucional.
El juzgamiento de las Juntas, la condena, las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida” y tiempo después el indulto menemista, conformaron un cuadro jurídico-político-social complicado, en el cual quedaba al desnudo la intencionalidad de una mentirosa “unidad nacional”.
Pero al decir de Alfredo Zitarrosa «No hay cosa más sin apuro que un pueblo haciendo la historia. No lo seduce la gloria ni se imagina el futuro. Marcha con paso seguro, calculando cada paso y lo que parece atraso suele transformarse pronto en cosas que para el tonto son causa de su fracaso».
Y el pueblo esperó. Esperó un 19 y 20 de Diciembre de 2001, para hacer historia.
De ahí en más, con altibajos, pero con la brújula apuntando en la dirección correcta, hizo que las cosas fueran cambiando para mal de pocos y para el bien de los más.
Cuando hoy, a treinta y un año del Golpe reaccionario y terrorífico, vemos que al Coronel Juan Jaime Cesio se le restituye su grado y se lo eleva al rango de General de Brigada y que un grupo de mujeres militares le “piden perdón” a Hebe de Bonafini en el Edificio de Ministerio de Defensa, es la señal más evidente de que las cosas han cambiado.
Cuando la hipótesis de conflicto de nuestras Fuerzas Armadas, pasan hoy por la defensa de nuestros recursos naturales, es una muestra fehaciente de que estamos recuperando nuestra dignidad nacional.
Quizás, aún, no hallamos salido del infierno, pero vamos en vía de hacerlo.
Amén. Nuestros muertos lo merecen.
Osvaldo Vergara Bertiche
Rosario, Provincia de Santa Fe, Argentina
23 de Marzo de 2007
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