El 11 del actual falleció en París el gran escritor argentino. El cuidado por el lenguaje y el carácter universal de sus creaciones marcan su vasta producción que incluye poemas, novelas y ensayos. El 11 del actual falleció en París el gran escritor argentino. El cuidado por el lenguaje y el carácter universal de sus creaciones marcan su vasta producción que incluye poemas, novelas y ensayos.
Beatriz Sarlo, la primera en haber señalado el valor de esa obra notable, y Mario Goloboff, que compartió con Saer los años franceses, evocan al autor de Cicatrices
«La literatura latinoamericana para mí es sólo una categoría histórica, o ni siquiera histórica, una categoría geográfica, pero no es una categoría estética. Para mí no hay nacionalidades de novelistas, para mí hay escritores y punto», decía Saer en una entrevista pública realizada en la Universidad de San Pablo en 1997. La insistencia con que se le reconoce un lugar dentro de la literatura argentina impide ver el que ocupa dentro de la literatura occidental. Allí acompaña a Bernhard y a Sebald, por ejemplo. Saer, que despreciaba el mercado y recibió el reconocimiento tardío como una especie de regalo inesperado, se irritaba cuando se lo juzgaba sólo en relación con quienes escribían en el Río de la Plata o en América Latina. En el estante internacional de libros latinoamericanos, Saer, con certeza, no ocupó las primeras filas ni para el público ni para la crítica; además no fue muy estudiado en Estados Unidos, esa meca de consagración académica, precisamente porque nadie lo consideraba adecuada y correctamente latinoamericano.
Sus años de éxito en la Argentina y relativa circulación fuera de ella, aunque hay traducciones de sus libros a casi todas las lenguas europeas, fueron precedidos por dos décadas de casi completa oscuridad. Saer escribió buena parte de su obra para un grupo de amigos. Sólo a mediados de los años ochenta, cuando había publicado más de diez libros, entre los que está quizás su mejor novela, Glosa, el periodismo se desperezó y le dedicó a Saer una atención que antes sólo había recibido en textos de circulación restringida al campo intelectual y crítico. Esto habla también de la Argentina, donde la dictadura militar consideró enemigos a los escritores opositores, y la prensa se ajustó a esa norma.
La historia de Saer en su país estuvo, entonces, cargada de obstáculos. Las primeras ediciones argentinas de los años ochenta fueron las del Centro Editor de América Latina, una editorial que arriesgó mucho desde 1976. Libros baratos, vendidos en kioscos, de esos que pierden sus hojas en cuanto se abren. En 1983, El entenado aparece en Folios, pequeña editorial fundada por un exiliado a su regreso. Antes, la novela Nadie nada nunca había aparecido en México, en 1980, y sólo debe de haber conseguido un centenar de lectores argentinos. Vale la pena pensar en estas idas y vueltas, porque probablemente hoy queden esfumadas en el homenaje al gran escritor que acaba de morir. Y, sin embargo, una parte de ese homenaje consiste en no olvidar que Saer no fue Saer para casi nadie, cuando ya era Saer para los pocos que lo leían. La fama literaria tiene estas inconsistencias.
Una poética
En 1974, Saer publicó El limonero real y en 1976, el libro de relatos La mayor. Su poética estaba consolidada. Más que experimentar en diferentes direcciones, ya había encontrado una forma original de narración. En El limonero real, a partir de un comienzo hoy clásico: «Amanece y ya está con los ojos abiertos», la frase se expande y se ramifica para generar toda la novela. Se trata del 31 de diciembre, en un rancho pobre de las islas del Paraná santafesino, una reunión de fin de año, donde se cocina a mediodía pescado y a la noche cordero. En su transcurrir se enlazan las historias de Layo, el asador, su mujer, su hijo muerto, sus hermanos y cuñados, sus hijas, los pescadores y campesinos cuyas vidas precarias son captadas con la deslumbrante precisión de un esmalte aplicado sobre una superficie que fluye, pero que Saer congela en grandes bloques sólidos. El libro es una proeza constructiva. Pero no exhibe su intrincada trama como un ejercicio formal sino como la red capaz de unir diferentes tiempos: el pasado lejano, cuando Layo llegó a la isla y plantó el limonero, el pasado más reciente, ocupado por el recuerdo del hijo muerto, el ancho presente del 31 de diciembre, invadido por ramalazos de esos tiempos anteriores.
Misteriosamente, una escritura de rigor implacable, trasmite una vibración de experiencia y sentimiento. Lejos de todo pintoresquismo, está sin embargo la resonancia de un mundo campesino, de una lengua regional y una entonación que parece ajena a la compleja forma y, sin embargo, se pliega a ella. Saer descubrió un modo de representar su zona santafesina sin costumbrismo exterior, sin la condescendencia ni la nostalgia del escritor urbano; allí está el Paraná y sus pescadores, grabados en una escritura perfecta.
Representar el mundo es, sin embargo, una tarea siempre insegura. Saer piensa que, si se capta el suceder, la ficción podría acercarse a representar. «Sombras sobre un vidrio esmerilado», ese cuento de Unidad de lugar aparecido en 1966, muestra una conciencia que deriva por varios cursos de tiempo. Adelina Flores recuerda el cuerpo de un hombre, echado sobre su hermana en una playa, espiado, entre la repugnancia y el deseo; y recuerda una conversación literaria. El «ahora» está ocupado por aquellos recuerdos y por la percepción borrosa del cuerpo de ese mismo hombre desnudo visto a través de un vidrio. Ese suceder es Adelina Flores mientras construye, línea a línea, un poema.
Diez años más tarde, en «A medio borrar», un relato de La mayor, aparecido en 1976, Saer exploró hasta el límite las posibilidades de parcelar y reconstruir el tiempo: ¿cómo sube un hombre una escalera? ¿se puede captar ese movimiento, descompuesto en cada uno de los puntos del espacio que atraviesa? Lo que hizo Saer en este cuento, no lo repitió en ningún relato posterior, porque «A medio borrar» toca el límite de la investigación formal del tiempo, el espacio, la acción y la conciencia. A partir de La mayor, el tiempo se descompone en pequeñas acciones, desplazamientos mínimos en el espacio, pero nunca del modo desesperado con que transcurre en «A medio borrar».
Política, novela, historia
La década del setenta se cierra con una novela magnífica, Nadie nada nunca, que traza un arco hacia Glosa. Nadie nada nunca es, como Glosa, una novela política, para quien no busque en la representación de la política una especie de historia de hechos sucedidos, como si fuera una extensión embellecida del periodismo. En Nadie nada nunca, unas páginas oscuras narran, de manera discernible pero no realista, la llegada de un auto en la noche, el golpe de sus puertas al abrirse y cerrarse. Sólo eso, porque el lector ya ha podido imaginar todo, también porque ha leído antes, en la novela, sobre los enigmáticos (y alegóricos) asesinatos seriales de caballos que suceden sobre la costa del río. En Glosa, de 1985, la violencia política promete una muerte elegida por la posesión de un talismán: la pastilla de veneno que algunos guerrilleros llevaban para matarse antes de caer en manos de la represión. El que se mata es Angel Leto, el personaje central de Cicatrices, la áspera novela de aprendizaje que Saer publicó en 1969, y escribió antes de cumplir los treinta años.
Saer escribe tres novelas cuyo escenario es el pasado. El entenado, La ocasión y Las nubes. Ninguna de ellas responde a lo que hoy suele llamarse «novela histórica». El entenado es una fábula filosófica; La ocasión, una novela sobre la incertidumbre de la paternidad; Las nubes, un relato desopilante sobre el traslado de un grupo de locos, a través de la llanura, desde Santa Fe a Buenos Aires. Saer ha leído bien los cronistas, los viajeros y los escritores del siglo XIX argentino; trabaja con esos textos en una mezcla que, en Las nubes, se completa con la idea de un régimen benévolo, muy siglo XVIII, para curar la locura. Contra ese modelo curativo razonado y moral que sabe que «locura y razón son indisociables», los locos de la caravana deambulan con sus manías en una pampa metafísica. La historia es eso: parcialidades, ángulos no iluminados, extravagancias. Saer es pesimista.
Una sociedad de personajes
La noche de Nadie nada nunca, cuando el auto de los secuestradores llega a la costa del Paraná, retorna en Glosa y también en La pesquisa, de 1994. Es evidente para todos los lectores de Saer, que sus narraciones forman un ciclo, caracterizado por un paisaje, un grupo de personajes, episodios que se esbozan en un texto y «prenden» (como diría Barthes) en otro, mucho después.
Detrás de la trama de sus novelas escritas a lo largo de casi cinco décadas, el revés muestra hilos que desaparecen de la superficie para reaparecer años más tarde, líneas que se creía olvidadas pero se recuperan, personajes que se desplazan desde un costado al centro de la escena y vuelven como figuras secundarias o mencionados por otros. Todos los personajes se conocen y la oculta trama del revés, que los mantiene unidos, se revela por fragmentos en el tapiz que se va extendiendo y que no sabremos nunca hasta dónde se hubiera extendido. La idea de una sociedad de personajes Saer la comparte con la literatura del siglo XIX y con Proust, también con la novela policial, algunos de cuyos autores, Chandler por ejemplo, admiraba.
Muy temprano, Saer resuelve no abandonar su primera invención, sino, por el contrario, mantenerse en ella, como si se tratara de un abanico que siempre se abre a medias, y muestra un fragmento diferente del mismo dibujo (la imagen, tan justa, la tomo de Walter Benjamin, a quien Saer leía con respeto). Por eso, cuando hablamos de Saer, hablamos de sus personajes y sus lectores establecemos con ellos una relación de intimidad, que la crítica literaria del último medio siglo dio por descartada. Sin embargo, esto sucede en una literatura que se aparta de toda idea ingenua de realismo.
El acecho de la realidad
Saer no elude el problema de la realidad. Si se dijera que sus novelas son filosóficas, habría que aclarar que lo son más a la manera de Musil que a la de Thomas Mann. Problemas filosóficos y estéticos, preguntas sobre si es posible una representación de la realidad, antes que planteados en los diálogos aparecen como performance del relato. Los personajes, en cambio, dialogan de modo irrisorio o paródico acerca de estas cuestiones. El ejemplo más evidente es la discusión, en la que se trenzan los personajes de Glosa durante un asado, sobre si es posible que un caballo tropiece, habida cuenta de que los animales son instinto y no conciencia. Saer no comunica sus ideas sobre el tiempo, la subjetividad, el recuerdo sino que les da una forma de relato. Pero sus diálogos, como los de Musil, transcurren entre la consideración seria de lo irrelevante y la perspectiva irónica sobre lo que se intuye verdaderamente serio. Son relatos de pensamiento, sin que sean los personajes quienes lo trasmiten. El problema del tiempo y de lo real, Saer lo muestra en estado de ficción.
El mundo acechado por la podredumbre de la materia y la muerte es imagen poética, como en La pesquisa, o sólo se vuelve tolerable desde una perspectiva sarcástica, como en Lo imborrable. Saer supo esto desde muy joven. No he mencionado todavía a Juan L. Ortiz. Vale nombrarlo porque Saer no sólo tuvo con él la única relación de discípulo de su vida, sino porque su literatura está marcada fuertemente por la poesía: Dante, Li Po, Góngora. Amigo desde siempre de Hugo Gola, Saer escribió a partir de la poesía. Más aún, leyó la ficción como si fuera poesía, y compuso sus novelas como si también lo fueran, con la precisión de registro de lo poético y su atención al ritmo de la frase. Prometía una novela en verso, que probablemente no iba a escribir, porque en sus relatos ya había tocado esa proximidad del lenguaje. Fragmentos de Nadie nada nunca, de El entenado piden la lectura en voz alta.
El arte de narrar es el título de un volumen con sus poemas. Allí leo: «Nado en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la voz». A partir de ahora, por un camino inverso, esa voz suya nos llevará a su recuerdo.
Por Beatriz Sarlo
La escritura y lo absoluto
Juan José Saer: ‘La literatura consuela, pero no salva’ |
El novelista de El entenado, cálido, iracundo, de una profunda humanidad, era uno de esos ateos que veneran el culto de la palabra
Juan José Saer practicaba un género poco conocido, el de las dedicatorias humorísticas. Una de ellas, la de Nadie nada nunca (un texto donde matan, misteriosa y alegóricamente, caballos: según dice «el Ladeado», de «pura maldad»), me la hizo en 1982. Esto, luego de decirle que estaba terminando de escribir Criador de palomas, donde se matan, alegórica, misteriosamente, palomas. Y que, por eso, no leería su novela hasta acabar, por lo menos, de escribir la mía. La dedicatoria que me puso, dice: «Para Mario, estas palomas disfrazadas de caballos».
Así era él: socarrón, veloz, inteligente, burlón hasta consigo mismo. Y también irascible y arbitrario. Siempre pensé -y siempre le dije-que era el escritor menos parecido a su literatura que había conocido. Porque frente a su espontaneidad (jamás exenta, es cierto, de una gran afectividad, de una gran humanidad, diría: de una gran bondad, y ello en el sentido machadiano de la palabra «bueno»), uno se encontraba en sus textos con un artífice, que practicaba una labor titánica, meticulosa y obsesiva, con la delicadeza, la suavidad y la finura del orfebre. Su escritura perseguía lo absoluto, en la palabra y en la imagen, mediante la descomposición, hasta volverla irreconocible, de eso que nosotros llamamos realidad.
Acaso por la manera algo tardía de conocerlo y por el azar de las fechas, entré en su obra no por los primeros textos sino por uno de los grandes, quizás el que marca una verdadera bisagra en la totalidad, El limonero real. Me lo envió un amigo común, uno de los descubridores de Juani en Europa, quien hizo mucho por la literatura latinoamericana y argentina, y lamentablemente también falleció hace poco, Jordi Estrada. Lo había hecho publicar en Planeta, en una colección muy especial, porque era un entusiasta de sus libros. Y transmitía ese entusiasmo.
No tengo por qué presumir de lecturas precoces: creo que éste fue el primer texto de Saer que leí. Me deslumbró esa historia minúscula, sencilla, esas vidas que no «cuentan» para nada, ese mismo material temático, cuya delgadez se justifica sólo como un pretexto para poder hacer hablar la lengua, para volver una y cien veces sobre la misma imagen, verla desde todos los ángulos, percibirla, tratar de percibirla, disolverla, en fin, y recomponer luego la historia como si nada hubiese pasado, porque de hecho nada ha pasado, salvo (¡salvo!) el texto: el texto que, en Saer, es la materia y es la anécdota, el texto y su fantástico espesor.
El limonero real está dedicada, y no por casualidad, a Augusto Roa Bastos (de quien pocos recuerdan que fue, ante todo, poeta) y precedida, tampoco es casualidad, por una cita de Góngora: «Oveja perdida ven/ sobre mis hombros que hoy/ no sólo tu pastor soy/ sino tu pasto también». La sustancia poética antecede e ilumina lo narrativo de la narración, como, sin excepciones, en todos los relatos de Saer. Inocultablemente, él venía de la poesía (a través de Juan L. Ortiz, pero claro que no sólo a través de Juan L.) y ésa era la materia prima de su escritura, auditiva y espacial.
Saer tenía un oído muy particular; tal vez no para la música, pero sí para la música de las palabras. Y además sabía cómo hacer y cómo ver para que el texto se condensara o dilatara, ocupase la página en blanco, se moviera en el espacio. Su ritmo sensorial, su pulsación, su respiración asmática se manifestaban en esa prosa ahogada, que trataba de encontrar oxígeno en los signos de puntuación (la coma, especialmente) y en el continuo regresar de la frase, como hacia un aire residual.
Vinieron en seguida los cuentos de La mayor y la novela El entenado. Una noche, yo estaba parando en su penúltimo departamento, en el XIème arrondissement (en el Boulevard Voltaire, no lejos de la Place de la Bastille), porque todavía vivía en Toulouse. Después de una generosa cena con mucha carne y mucho vino, en medio de la oscuridad o con luz muy tenue de fondo, comenzó a hablarme de la novela que iba a escribir, y para la que tenía sólo alguna frase inicial, puede que aquélla con la que precisamente se inicia El entenado: «De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo». Charlamos largo, me fascinó la historia o la intuición de la historia que él tenía en la cabeza, y convinimos en que le prestaría una Vera historia…, la de Ulrico Schmidel, que había llevado de Argentina. Se la envié a los días. Supongo que le fue de utilidad.
Finalmente, esa novela la recibí de sus manos el 14 de febrero de 1984. Veníamos, con mi mujer, del cementerio de Montparnasse, donde habíamos despedido a otro gigante, Julio Cortázar. Hablamos de esa muerte extensamente y terminamos derivando hacia ciertas dificultades, que compartíamos, en la educación de nuestros hijos adolescentes. Juani nos dedicó el libro con sorna: «Para dos respetables padres argentino-tolosanos».
Siempre preferí ese texto, en primer o segundo lugar, en el conjunto de su obra. Hay que reconocer que él no: lo veía artificial, algo «cantado». Creo que, como suele ocurrir, el pretexto histórico (el relato del único grumete que se salva cuando los charrúas devoran a Juan Díaz de Solís y a sus acompañantes) le permite hablar del presente argentino; de un presente que entonces, pensábamos, tenía mucho de canibalismo, de antropofagia. Probablemente él tuviera razón: había demasiada presión de lo inmediato en ese texto. Por otra parte, él lo visualizaba como suelto, sin relación con las otras novelas, un poco desgajado de la obra, que concebía como totalidad, como unidad, bastante compacta, bastante solidaria. Pero también ese texto tiene ribetes de grandeza.
«La literatura -dijo alguna vez- nos consuela, pero no nos salva». Y también dijo: «Nada existe fuera de la forma». Era un oficiante de la literatura. Podría, legítimamente, aplicársele lo que sostiene Borges de Flaubert, en quien ve «el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir». Un amigo de entonces, tan entrañable como él y etéreo, César Fernández Moreno («argentino hasta la muerte»), con quien tomábamos café en République, opinaba que Juani era casi religioso, de esos ateos que veneran su propio culto, el de la palabra, el de la letra escrita. Es cierto: trabajaba y corregía hasta pelar el hueso, despejaba y despojaba para que quedara el significante a flor de piel, la piel viva, lo que bien podría llamarse la escritura ardiente o, en este caso, la escritura viva, la de la piel quemante.
Su obra, también es cierto y así lo quiso él, es una auténtica «unidad de lugar» («cambiando la forma de cada una de las novelas […]; a mí me gusta intentar formas nuevas cada vez que escribo un libro. […] podría decir que son los mismos personajes, el mismo lugar […] pero me gusta cambiar el tono, el punto de vista, siempre manteniendo un elemento fijo, cambiando la forma»): las mismas gentes; el mismo espacio del río, de Santa Fe, de la región; un tiempo único que es el de la repetición y la memoria.
Estos elementos han llevado a la crítica a emparentar hasta la exageración su literatura con la del nouveau roman francés (como podrían vincularla con Marcel Proust o con Cesare Pavese), insípida expresión que terminó por designar a un grupo entero de autores disímiles entre los que se cuentan Claude Simon, Robert Pinget, Nathalie Sarraute, Marguerite Duras, Michel Butor, Alain Robbe-Grillet et quelques autres. Como me comentó Robbe-Grillet, ellos se habrían sentido orgullosos si tal adhesión se hubiera confirmado: «Por momentos, yo reconozco influencias que son, algunas veces, incluso guiñadas de ojo. Por ejemplo, en el principio de Cicatrices, de Saer, hay gente que discute sobre el sentimiento de los celos, se habla de Otelo y de si él era o no celoso y cómo funcionaban sus celos. Usted sabe, en Saer siempre hay discusiones Y el héroe de Saer que reaparece en todas sus novelas, Tomatis, dice: «¡No! Otelo no era celoso; estrangular a su mujer no es un reflejo de celos. Nosotros sabemos hoy que un celoso es alguien que cuenta los bananos, en su plantación, y que observa la sombra de un poste…». Es raro, porque esa novela (Cicatrices) es de una época en que La celosía (La jalousie) todavía en Francia era muy poco leída. Que un joven en Santa Fe la conociera era bastante enternecedor».
Saer había leído tempranamente a los autores del nouveau roman, como había leído a Faulkner desde mediados de los años 50 (Mientras yo agonizo, creo fue su primera lectura del norteamericano: «Cuando levanté mis ojos del libro, estaba oscuro afuera y mi vida había cambiado»). Y admiraba la escritura de algunos de ellos; especialmente, y con razón, la de Claude Simon, el mayor de todos, en quien veía una efectiva síntesis de Faulkner y del nouveau roman. Pero, por otro lado, había trazado su propio camino (como en su tiempo lo habían hecho Antonio Di Benedetto y, por qué no, el mismísimo Juan Carlos Onetti de La vida breve), aún antes de que el nouveau roman se difundiera, en una de esas coincidencias que abundan en la literatura. El había llegado a esa personal observación del paisaje, de los objetos, de los hechos, de los seres y de los personajes, y del enigma mismo de la percepción, por el camino de su propia respiración poética. Mirando, simplemente, hasta el último instante de vida, la luz de su Serodino natal, y eso es, todavía, más enternecedor.
Por Mario Goloboff
Fuente: diario La Nación – Foto: Martín Lucesole