Desde Neuquén, Argentina, por Gustavo Figueroa. PRESSENZA.com
Kiñe | Uno
¡Las personas andan salteando comidas!
Está historia la he contado en distintas ocasiones, pero como dicen los dinosaurios en mí país: “el público se renueva”. Hace muchos años, una de las tantas veces que asistí al penal de José León Suárez, en Buenos Aires, me encontré con un relato que fue motivo, más tarde, de una ponencia universitaria. La primera que realicé en mi vida. Tenía 25 años.
En confidencia, un recluso me contó que muchas veces le pidió a su hermana mercadería para almorzar con los compañeros de pabellón, pero que en más de una ocasión ella le tuvo que responder con resignación que no podía porque no tenía dinero para comprar, por ejemplo, queso para unas pizzas. Él lo entendía. No insistía. Aunque si se ponía “jede” con las zapatillas. ¡No podían faltar! ¿Cómo iba a andar dentro del pabellón sin sus zapatillas de marca? No podían ser cualquier zapatilla, debían ser “llantas” específicas: Nike.
Este “privilegio”, heredero de la crisis del 2001, ilustraba que en el 2010, la cosa estaba mal pero no tan mal. La comida podía faltar, pero la pilcha tenía que estar sin excusas. Un fenómeno que no sólo se vivía dentro de un penal. En una sociedad capitalista-consumista como la nuestra, está experiencia se podía ver a plena luz del día y en “las mejores familias”.
El contraste, con respecto a la actual crisis depresiva que nos arrastra a terrenos áridos y contaminados, fruto de la profundización de la ambición extractiva y de la agroindustria, es que las personas optan por comprar alimentos antes que ropa, salir a comer o “darse un gustito”. Peor aún, muchas veces, las jefas de familias saben que tendrán que saltar una o dos comidas durante el día.
¡Las personas andan salteando comidas!
¿Qué será prudente sacrificar? ¿El desayuno, el almuerzo o la cena?
En lo personal, reconozco este “sacrificio” de cerca. Más de un día he pasado cocinando entre doce y dieciséis horas seguidas para llegar a la noche y no tener ni para comprar el corazón de una vaca. He llegado incluso a pasar varios días seguidos trabajando veinte horas sin detenerme (la autoexplotación contemporánea que describe el filósofo Byung Chul–Han) para que después todo ese dinero derive en el pago de un servicio o la materia prima que será nuevamente reelaborada junto a mi fuerza, mi voluntad y la harina ultra refinada —que mata con más efectividad que la cocaína—.
Produzco pan todos los días. El alimento esencial y básico de Argentina, con el que se comienza la jornada en casi todos los hogares del país, pero al final de la jornada tengo que elegir entre pagar una boleta de luz o comprar una bolsa de harina. Y esa es una realidad que se multiplica, que atraviesa distintas franjas etarias y distintas escalas sociales. Incluso en esta encrucijada diaria, soy y me reconozco privilegiado: puedo “elegir” descender hasta los extremos más lastimosos de la economía, pero mantener la prerrogativa de ajustar los precios cuando la inflación presiona.
Según el INDEC, contabilizando el mes de marzo 2024, hubo una variación interanual de 287,9 %, mientras que la harina común tipo 000 tuvo un aumento, con respecto al mismo mes del 2023, de casi el 1000 % (974,56), provocando que un kilo de pan —en la región patagónica—, cueste entre $1600 y $2500.
“En un país hecho de harina que un pibe muera de hambre representa un crimen”
PRESSENZA · Ecología y Medio Ambiente
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