Un estudioso italiano encontró en un archivo de Londres una olvidada carta del astrónomo y físico, que evidencia hasta qué punto llegaba su ingenio.
En los años previos al juicio por herejía en el que Galileo Galilei tuvo que arrodillarse y renegar de la doctrina heliocéntrica, el astrónomo simuló atenuar sus opiniones para engañar a la Inquisición. Un documento que confirma la argucia del italiano ha sido hallado recientemente en los archivos de la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural.
Se trata de una carta de siete páginas escrita a mano por el científico el 21 de diciembre de 1613 y dirigida a su amigo Benedetto Castelli. Según explica un artículo publicado la semana pasada en la revista Nature, esa carta no era más que una copia redactada con la intención de desviar la atención de las autoridades religiosas de la primera versión, mucho más atrevida.
Mientras que la carta original estuvo desde el principio en manos de quienes querían enjuiciar al astrónomo, la carta modificada llegó a su destinatario y poco después fue devuelta al remisor. Meses después la segunda versión le sirvió a Galileo para sostener que la primera había sido falsificada por personas malintencionadas. Con este fin la redirigió a un clérigo conocido.
En la segunda carta Galileo atenuaba las críticas tajantes sobre la ignorancia del clero. En una frase sustituyó «falso» por una «mirada diferente de la verdad», mientras que en otro párrafo decidió no escribir que las Escrituras «ocultan» sus dogmas básicos, sino que simplemente los «velan».
Su fina astucia fue efectiva para postergar la tramitación de la causa abierta en su contra, ya que no fue condenado hasta 1633 y la pena que se le impuso fue el arresto domiciliario. Finalmente, cuando la doble misiva ya tenía solo valor histórico, la segunda versión desapareció y durante años nadie pudo comprobar si era real. Ahora sabemos que durante al menos dos siglos y medio estuvo depositada en un archivo británico.
Allí la encontró el estudiante de posgrado Salvatore Ricciardo, de la Universidad de Bérgamo, que pudo apreciar el ingenio del científico italiano a la hora de protegerse de los fanáticos religiosos.