¿Existen otras formas de vivir la productividad?
Hemos aceptado que el empleo tiene que explotarnos, y ya parece más una condena que una elección. La tecnología, herramienta neutra que puede echar a correr por los raíles de la desigualdad o el alivio, según quien sea su maquinista, abre puertas al optimismo.
En febrero de 2021 yo estaba hecho un guiñapo física y mentalmente. Tenía los nervios destrozados y el cerebro asaltado por una ansiedad desatada. Trabajaba para una editorial en la que el jefe era un cretino, bastante déspota, al que, sabe Dios por qué, yo me pirraba por contentar. Escribía los textos más cojonudos que habían desfilado por sus oficinas del centro de Barcelona (España). Enriquecía su publicidad con giros estilísticos, figuras retóricas, comparaciones y metáforas más dignos de una revista de arte que de aquel sitio con olor a naftalina, viejo caduco, cuchicheos sobre polvos laborales y malversaciones cutres.
No sé realmente cuán significativo es que fuese mi primer trabajo lejos de la hostelería o de la carga y descarga, pero me volqué infantilmente en hacer las cosas lo más perfectas posible. A pesar de los silencios, de la falta de halago y de las críticas sin sentido, que sólo eran una forma de medir egos, posición y poder, mi preocupación por darlo todo se extendía más allá de mi jornada laboral. Me interrogaba, criticaba, cuestionaba y emparanoiaba, azuzando a la bestia de la ansiedad que pronto se metamorfoseó en angustia y manía despidotoria. Cada mañana sentía que me enfrentaba al reflejo del mayor pringado de la Tierra, que salía a la calle y sólo veía más pringados sobre la Tierra, que la Tierra, en su totalidad, sólo estaba sembrada de pringados que no hacían más que pedalear para que el motor siguiera calentando los sillones de cuero de los propietarios. ¿Será este el futuro? ¿Un video de Steve Cutts en bucle?
No me sentí lejos de la autoexplotación de Byung Chul-Han. Algo en mi interior me pateaba los talones para caminar en dirección a una realización que se escondía tras haber culminado todas mis tareas lo antes posible, con la mejor de las disposiciones, incluso si ello me obligaba a babear sobre el portátil de madrugada. Iba a la deriva del desgaste. Apático. Quemado. Cayendo en esos insufribles anglicismos, creí padecer el ‘síndrome burnout’.
Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga. Sufrir el síndrome del desgaste laboral, o burnout, cuestiona la afirmación. Originalmente extraído de la novela de Graham Greene, A Burn Out Case (1961) (en la que su protagonista sufre un colapso espiritual), según los psicólogos Maslash y Jackson se trata de un síndrome tridimensional que implica el agotamiento emocional, la despersonalización y el bajo logro o realización profesional o personal. Una verdadera quimera, sobre todo si tenemos en cuenta la configuración identitaria que nos aporta nuestra condición laboral.
Mucho se ha hablado sobre la etimología del trabajo como palabra proveniente del tripalium, un cepo destinado a invocar insufribles dolores y un sufrimiento ininterrumpido. Pero, nos guste o no, hay que producir para vivir. En el ‘cuánto’, el ‘cómo’ y el ‘por qué’, está el debate.
El encuentro Año Cero, organizado por Retina, tuvo la suerte de contar entre sus ponentes con Aaron Bastani, autor de Comunismo de lujo totalmente automatizado. Al parecer, con un empacho bastante común de la perspectiva distópica del futuro, ofreció claves para dibujar un horizonte menos lacerante con el bienestar humano. La automatización, para la cual no hace falta que invoquemos inteligencias artificiales hipercomplejas, sino simplemente ‘débiles’ (carentes de conciencia y demás retos deíficos), podría imponer un mundo de verdadera vocación creativa y ociosa. Entiéndase este último concepto en el sentido aristotélico de la Ética a Nicómaco, donde el filósofo sostiene que, si la guerra nace para la paz, el trabajo nace para el ocio.
Pero ¿qué ocio? No un ocio alienante, desmarcado de la reflexión, sino el ocio del conocimiento, de la conversación, del estudio, básicamente de la eudaimonia (la feliz prosperidad humana). ¿Se imaginan un futuro con trabajos relegados a la investigación, al avance de la sociedad hacia un sistema menos cruel, más plural, edificado sobre las bases del diálogo, y mutilado de cualquier explotación o sentimiento de frustración por no acceder a las necesidades, no ya básicas, sino relativas a la dignidad? Suena espectacular. También es verdad que Bastani también advirtió que, mal enfocada, esta automatización se podría ver capitalizada por el sector privado en pro de su más disparatado beneficio, sin que ello tuviera repercusiones directamente positivas sobre la población general. Pero, en fin, por una vez, quedémonos con la esperanza.
Desde luego, un mañana alejado de estas obsesiones parece de lo más goloso. Estamos, sin embargo, todavía lejos siquiera de olisquearlo. Es más, todo parece indicar que nos esperan años, si no una década, bien jodidos. El burnout comienza a ser el pan de cada día de muchos, e incluso los viejos trucos para alcanzar el éxito; alto nivel educativo, habilidades sociales y hasta desenvoltura aritmética, ya no son garantía de mucho. Puede que, de ser camareros ilustrados, eruditos repartidores y, casi con total seguridad, cultísimos opositores. Se apagaron los bonitos tiempos MTV.
Emergen, a pesar de los óbices, alternativas creativas a estas aguadillas de la ilusión. La tecnología, herramienta neutra que puede echar a correr por los raíles de la desigualdad o el alivio, según quien sea su maquinista, abre puertas al optimismo. En España, la empresa Shakers, una start-up enfocada en crear una comunidad de freelance para conectarlos con las empresas, propone un plan para paliar lo que ellos llaman ‘esclavos felices’, que vendría a ser un sinónimo del ya citado síndrome del desgaste o burnout. Para ello, ven en la autonomía, en la autogestión y la independencia laboral una vía a la mejora de las condiciones laborales.
Uno de sus fundadores, Jaime Castillo, asegura para Retina: “Creamos Shakers porque nos sorprendía la cantidad de gente a nuestro alrededor que odiaba su trabajo. Quisimos, por tanto, agitar el concepto y removerlo. Conscientes de ello, buscamos aportar una herramienta para que el trabajador decida, por sí mismo, cuáles son sus tiempos, sus expectativas y objetivos’. En otras palabras, desde la conectividad que permiten las plataformas online, Shakers pretende empoderar al individuo para que no sea vea domesticado sólo por los intereses laborales del empresario, sino que pueda ejercer presión en base a su autosuficiencia para vivir, no sabemos si mejor, pero al menos sí bajo sus propias reglas.
Jorge Mayayo, uno de los integrantes de la plataforma, afirma: “Desde mi punto de vista hay una sensación generalizada y aceptada de que el trabajo tiene que explotarte. Si tu entras en una empresa en la que todo el mundo es explotado vilmente, y tú te quejas, te conviertes en el raro. Se trata de un hecho cultural. Una cultura de trabajo que nos enfoca a la mentalidad funcionarial y desestima el emprendimiento por sus altos riesgos, haciendo que la gente se contente con su condición de explotado”.
Da la sensación de que, en vez de pensar en la autonomía mecánica, más nos valdría pensar en la autonomía humana. La cual, sin caer en individualismos, haría bien en aspirar a sanear su cotidiana flagelación laboral, ya sea orquestada desde las altas esferas, o desde su propia conciencia productivo-autodestructiva.
La tecnología, no obstante, no tiene por qué ser un sendero encomendado a la satisfacción, pues acarrea los peligros de su omnipotencia, y es de sobra sabido que el poder embriaga hasta la ceguera. Ya en 1984, Craig Brod, publicó un ensayo llamado Technostress: The Human Cost of the Computer Revolution, en el que advertía del alto nivel de activación psicofisiológica no placentera emanado del uso de los ordenadores. Ni que decir tiene que, con la tecnología smartphone y las redes, sus tesis no han hecho más que actualizarse y engordar.
Sandra Reyes Morales, autora del libro Marcas Incendiarias y también parte de la plataforma Shakers, afirma respecto a esta actualización de las tesis de Brod: “Existe un hartazgo generalizado sobre lo que supone emprender que es absolutamente insostenible. Sobre todo, en lo que respecta a la presencia en redes. Se supone que tienes que subir stories a diario, reels, también hacer newsletters, embudos de venta, cursos de copywriting, ahora también de SEO… Si no estás atento, te encuentras con que esa autonomía, esa libertad por la que has trabajado, no es más que un espejismo, pues resulta que tu jefe es Zuckerberg o Mosseri”.
Lejos de la dictadura anglófila a la que, indudablemente, también se encuentran sometidas personas como Reyes, resulta palpable que las tesis más pesimistas de Bastani se están personificando en el presente. Al final, automatizaciones que suponen más retos para los individuos a cargo de los dueños de la infraestructura, que beneficios y libertades. Con todo, Reyes afirma: “Algunas ya estamos saliendo de eso y cuestionándonoslo todo para verdaderamente empezar a hacer las cosas a nuestra manera”.
Automatización, independencia, sumisión, incertidumbre… variables alcanzables según las estrategias que decidamos adoptar. Hijas todas de la algoritmia y la maquinaria, el debate no ha cambiado desde los tiempos de la fábrica: quien controle, decidirá.
Galo Abrain. RETINATENDENCIAS