Las transferencias de Mauro Rosales y Leonardo Talamonti volvieron a mostrar la arista más cruda de la realidad futbolística. Si los poderosos se lo proponen, es imposible retener a las figuras. Por más promesas y esfuerzos que se intenten no hay forma. Newell’s aún no pudo disfrutar a Ortega que ya tiene que olvidarse de Rosales. Central no terminó de recuperar a Carbonari que ya debe encontrarle un reemplazante a Talamonti. Así son las cosas. Y los ejemplos no son antojadizos. Los parches -eufemismo por reemplazantes de menor jerarquía- son jugadores hechos, en el tramo final de su carrera deportiva. Es que no hay tiempo material para formar nuevos valores. Tardan más en llegar que en irse. Como si eso no fuera suficiente, los poderosos de acá hace rato que cumplen diariamente con el operativo rastrillaje y se llevan a los chicos cada vez más chicos. También están los representantes, los empresarios y los vendedores de humo que se interponen entre los clubes y las familias de las promesas.
Suele reconocer Daniel Teglia, uno de los más jerarquizados entrenadores de juveniles que tuvo el fútbol de esta ciudad en la última década, que «por suerte el umbral intelectual de los futbolistas se elevó», pero con ello no alcanza para que vayan paso a paso. Los saltos son abismales. Y allí sí la mayor preparación que menciona Teglia los beneficia. Y por tanto perjudica a los formadores de juveniles. Los Poy que se esconden en la isla para que no los transfieran ya no existen. Hasta parece sólo una anécdota inverosímil aquello de Aldo. No se intenta hacer un juicio de valor, sólo mostrar lo que pasa con los pibes que antes de debutar en primera ya saben que en un tiempo perentorio emigrarán al fútbol porteño o internacional.
Pero no es exclusividad de los equipos rosarinos. River, el poderoso River, no terminó de enamorarse de Cavenaghi que el incipiente mercado ruso (Spartak de Moscú) se lo arrebató a cambio de 8 cifras en euros. Los hinchas millonarios -vaya paradoja- deben hacer un esfuerzo para recordar las bondades del malevo Osmar Ferreyra (CSKA de Moscú), una de las figuras de la selección argentina en el preolímpico de Chile. También lo capturaron los rusos.
Y siguen las firmas. Boca ganó todo con Bianchi, pero no pudo quedarse con el preciado título de mantener a sus figuras. Es más, el mayor reconocimiento para el Virrey debería encontrarse en su capacidad para armar equipos nuevos a pesar de las ventas de figuras supuestamente irremplazables.
En enero se fue Sebastián Battaglia (Villarreal de España), al final de la Copa Libertadores emigraron Clemente Rodríguez (Spartak de Moscú) y Nicolás Burdisso (Inter de Milán).
Racing ya se había hecho cómplice de los mil y un enganches de Mariano González hasta que apareció Palermo de Italia, un equipo humildísimo pero con plata. O en el peor de los casos con una posición económica infinitamente superior a la de la Academia. Los albicelestes ya habían perdido a Diego Milito (Genoa de Italia) a comienzos del año.
San Lorenzo debió desprenderse de Gonzalo Rodríguez (Villarreal de España) para acomodar sus finanzas.
Ah, se llevaron hasta al arquero suplente de Boca, Wilfredo Caballero. En este caso a Elche de Alicante, equipo de la segunda división española.
Las idas de Rosales y Talamonti le quitaron expectativas a los hinchas leprosos y canallas que ya conocen de qué se trata pero no se resignan y siguen renegando contra la coyuntura.
Y seguirán las firmas. Porque la brecha es cada vez más amplia. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Ni más ni menos que un apéndice de la vida real, esa a la que de tanto en tanto se permiten ingresar los futbolistas. Sobre todo aquellos que están en la recta final.
Y como los elefantes, se retiran para morir en un lugar preestablecido. Es sólo una metáfora que adquiere dimensión verdadera en cada momento. Cuando se van los chicos. Cuando vuelven los grandes. Esa rueda gira cada vez más rápido. Y parece improbable que alguien pueda ponerle freno. Más bien todo lo contrario.
Fuente: diario La Capital