Hoy las ciudades ya no son las mismas. El dominio del miedo ha ido deformando su fisonomía. Si antes el entorno urbano era un horizonte de aventuras, descubrimientos y convivencia amistosa, ahora sólo hay encierro asfixiante y desconfianza. La delincuencia se ha adueñado de la calle, de los espacios públicos mientras que los ciudadanos se repliegan, se esconden, se clausuran.
Las viviendas de las ciudades son como cárceles invertidas. Afuera están los malos, mientras que la gente común debe protegerse tras muros y rejas. El peligro, la muerte y la depredación, se encuentran, literalmente, a la vuelta de la esquina. Pareciera que en esas grandes urbes se estuviera reproduciendo la misma lucha implacable por la supervivencia que caracteriza a la vida salvaje, pero ahora protagonizada por nosotros, los seres humanos del siglo XXI. ¿Qué hemos hecho para instalar en el centro de nuestra convivencia esta grotesca y dolorosa regresión?
El fotógrafo brasileño André Gardenberg ha expuesto en su país un reportaje gráfico muy interesante al que ha denominado “Arquitectura del miedo”, aludiendo a las infinitas variantes de protecciones y defensas utilizadas en las ciudades contemporáneas para resguardar a las viviendas contra el explosivo aumento de la delincuencia. La muestra ilustra dramáticamente la mutación que ha experimentado el espacio urbano, desde una relativa unidad y apertura hacia la proliferación de feudos, divisiones y fronteras interiores defendidas a sangre y fuego. El artista brasileño pone en evidencia, a través de elocuentes y perturbadoras imágenes, el hecho de que ya no con-vivimos sino que nos enfrentamos cotidianamente con los otros detrás de nuestras corazas físicas y anímicas.
¿Cuál es la causa de esta monstruosa deformación de la vida comunitaria? El trabajo artístico comentado no llega tan lejos como para aclarar esta interrogante, pero existen algunos hechos conocidos que nos permiten acercarnos a una respuesta acerca del origen de la violencia social en las grandes ciudades.
El filósofo inglés Thomas Hobbes sostenía que, en situación de naturaleza, el hombre es el lobo del hombre. Por ello, para evitar una lucha de todos contra todos al interior de la comunidad, propuso una suerte de acuerdo social que traspasaba el control de la fuerza desde los individuos a la figura del Estado. Ese modelo ha operado, con distintas variantes, por casi 400 años y si bien muchas veces esta creación humana ha traicionado su propósito original ejerciendo violencia sobre el cuerpo colectivo que le dio la vida, no se puede negar que el llamado “estado de derecho” ha sido un avance.
Sin embargo hoy, por efecto de la influencia del neoliberalismo durante los últimos 30 años en el mundo, hemos renegando del Estado como instrumento regulador de la actividad colectiva, ausencia que ha significado en la práctica retroceder al principio animal de supervivencia del más apto, con toda la secuela de violencia que tal concepción implica. Así, aprovechando la escasa oposición a pesar de lo absurdo de la idea, esa corriente ideológica volvió a resucitar en gloria y majestad al viejo darwinismo social, con la complicidad de las elites económicas que se han visto enormemente favorecidas. Pues bien, el temor al otro y la autodefensa forman parte de ese aterrador paisaje social. Hobbes tenía toda la razón.
A confesión de partes, relevo de pruebas dice el aforismo judicial. Hace no mucho tiempo atrás un connotado economista chileno, asesor directo del candidato presidencial de la derecha en ese país con altas probabilidades de salir electo, fue consultado por los medios de comunicación a raíz de la crisis económica mundial. Su ardorosa defensa del neoliberalismo consistió en reafirmar explícitamente que los dos estímulos principales que empujan a los miembros de nuestra especie para hacer lo que hacen son el temor y la codicia, asimilándonos integralmente con los animales que también se mueven en función de esos mismos impulsos básicos. Que nuestros dirigentes, aquellos cuya función social es indicarnos el camino a seguir, definan abiertamente a los seres humanos como vulgares bestias salvajes penduleando entre el miedo y la codicia, no deja de ser gracioso, a la vez que patético. Millones de años de evolución para terminar donde mismo, no digamos que es una gran idea… ¿Cómo podríamos creerles
Pero si ese es el orden social en el que hemos consentido, ya sea por ignorancia o por conveniencia, entonces no debería espantarnos el hecho de que la violencia se apodere de nuestras ciudades y de nuestras relaciones, puesto que la ferocidad y la depredación son comportamientos propios de dicha forma de convivencia y por ello bastante previsibles. Nos guste o no, el estilo de vida individualista y mercantil que hemos asumido nos lleva directamente de vuelta a la naturaleza, a la lucha ancestral de todos contra todos donde la única ley que rige es la del más fuerte.
Ahora, si esto ya no nos pareciera tan deseable ni tan humano, sólo nos queda expresar firmemente ese rechazo y comenzar a experimentar otros caminos para coordinar la acción colectiva; pero debemos hacerlo rápido, o van a quedar muy pocos para intentarlo.
Fuente: Pressenza IPA