Como sucede con la mayor parte de los sistemas místicos, la doctrina sufí incluye concepciones filosóficas en torno a: Dios, la relación del alma humana con Dios, la posibilidad de ascender desde lo humano a lo divino y los modos para hacerlo.
Como sucede con la mayor parte de los sistemas místicos, la doctrina sufí incluye concepciones filosóficas en torno a: Dios, la relación del alma humana con Dios, la posibilidad de ascender desde lo humano a lo divino y los modos para hacerlo.
Por el Dr. Salvatore Puledda
Rumi meditando. Poeta de Mevlana Jalal-e-Din Mevlavi Rumi.
Veamos brevemente cómo cada uno de estos puntos fue desarrollado por la doctrina sufí.
Respecto de la naturaleza de Dios, para los místicos sufíes la concepción de islámica de Dios como único, infinito y omnipotente era fundamental. Dios es el creador de la humanidad y de todo lo que existe en el universo. A Él pertenecen los atributos de majestuosidad, belleza, perfección y luz. Pero a partir de esta concepción de Dios como causa de todo lo existente, los místicos sufíes pasan a otra, mucho menos islámica y peligrosamente cercana al panteísmo: Dios como única realidad.
Sostenían que admitir la existencia real de cualquier cosa fuera de Dios debía ser considerado politeísmo. Si Dios es la única realidad, todos los fenómenos no son que formas, aspectos o manifestaciones de la misma. El universo es la expresión externa, visible, de la realidad interna, invisible, de Dios.
Respecto de la relación del alma con Dios los sufíes repropusieron la distinción platónica entre un alma inferior, animal (nafs), responsable de las pasiones y del mal, y un alma superior (ruli ?), con atributos de inteligencia y propensión al bien. Por lo tanto, el alma inferior debe ser dominada por el alma superior que, de este modo, puede abrirse a los misterios divinos. Los sufíes sostenían además que, antes de encarnarse en un cuerpo, el alma había morado en presencia de Dios y había estado unida a Él.
Los sufíes llamaban “el camino” al proceso de purificación del alma encarnada hasta su ascensión y reunión con Dios. Según el gran maestro al-Hujwiri, el camino comprende tres grados principales: las estaciones (magamat), los estados (ahwal), y la realización (tamkin).
Las estaciones o situaciones internas o moradas existencias, inician con la estación del “arrepentimiento”, donde el creyente reconoce la miseria de la propia vida mundana y decide dedicarse al servicio de Dios. El número de las estaciones varía según los autores, pero siempre indican el progreso que el creyente ha logrado en su camino interno hacia Dios. Antes de pasar a la estación sucesiva es necesario completar las obligaciones y desarrollar las virtudes que la estación precedente comporta.
Los estados, en cambio, no dependen de los esfuerzos de los fieles: son dones de Dios. Pueden llegar en cualquier momento del proceso interno y son señales de la gracia divina que dan fuerza y entusiasmo al practicante. Se manifiestan como iluminaciones y éxtasis místicos que confirman el progreso realizado y estimulan al creyente para proseguir el camino espiritual.
El último grado es el de la realización; es el fin de la vía mística y consiste en la obtención de la vida unitiva y en el contacto con lo divino. En este grado el fiel se transforma en el “hombre perfecto” y vive en los atributos de Dios. Como al-Hallaj, puede decir: “Yo soy la realidad divina”.
El medio para alcanzar esta meta es el amor. Toda la vía mística del sufismo está fundada en el amor avasallador y total por Dios. Algunas de las enseñanzas más hermosas y profundas del sufismo están dedicadas precisamente al tema del amor. El amor humano por las cosas y los seres bellos es tomado como punto de partida para el amor hacia Dios. He aquí como un famoso maestro sufí se expresa:
"Entre las señales del amor está el deseo de encontrarse con el ser amado cara a cara, de verlo sin velo en la morada de la paz, en el lugar de la Cercanía; este deseo significa una añoranza por la muerte, la clave del encuentro y la puerta de ingreso a su manifestación”.
El místico debe llegar al punto en que la existencia o la no-existencia de cualquier cosa sean para él indiferentes y que su corazón esté ocupado sólo por el amor hacia Dios. Si esta condición se alcanza, entonces la luz de Dios brillará en su corazón. Al inicio ésta será como la explosión enceguecedora de un relámpago.
En ese momento cae el último velo: el fiel no tiene más dudas y Dios se manifiesta en todo su esplendor.
Mientras contempla la visión (marifa) de la Belleza Suprema, el alma se desvanece, perdiendo todas las impresiones sensoriales y la conciencia de todos los estados de “criatura”. Es esta la “muerte del alma” (fana), o sea, el aniquilamiento del yo individual. Pero al morir a sí misma, el alma comienza a vivir en Dios en una unión inmortal. Es el fin del camino: la parte ha regresado al todo como una chispa reabsorbida por las llamas