Es redundante recapitular la secuencia que vio todo el mundo, prácticamente en tiempo real, del expresidente, candidato presidencial y favorito, Donald J. Trump, siendo alcanzado por una bala que rozó sobre su oído derecho sin causarle daños de gravedad.
La imagen posterior, rodeado de agentes del servicio secreto, con el puño en alto, con la sangre todavía brotando, la certeza de haber sobrevivido y la bandera estadounidense de fondo se consagró icónica apenas segundos después. Ese Trump desafiante, vencedor ante un intento de asesinato, plenamente consciente y arengando a sus seguidores, difícilmente tenga antecedentes de similar alcance a nivel mundial. El turco Turgut Ozal, que siguió dando su discurso después de recibir un disparo en una mano en 1988, es acaso el antecedente más similar entre una serie de afortunados sobrevivientes que incluye a Jair Bolsonaro y Cristina Fernández de Kirchner. Sin embargo, no estuvo ni siquiera cerca de alcanzar la relevancia y exposición global que otorgan los Estados Unidos.
El país del norte es excepcionalmente proclive a este tipo de actos. De los últimos doce presidentes estadounidenses, uno de cada cuatro fue herido o muerto por un atacante armado. En la historia del país, cuatro presidentes fueron asesinados y tres heridos por armas de fuego. Martin Luther King, Robert Kennedy, Huey Long y Malcom X son apenas parte de un listado de figuras de alto perfil que se suman al de mandatarios atacados y asesinados. En años recientes aparece Paul Pelosi, marido de Nacy, la principal referente demócrata en la Cámara de Representantes; algún tiempo antes, los representantes Gabby Giffords, del Partido Demócrata; y el republicano Steve Scalise, actual líder de la bancada derechista en la Cámara, sobrevivieron a ataques violentos aunque fueron severamente heridos.
La familiaridad de los estadounidenses con los arranques de violencia política armada, sin paralelos en el mundo desarrollado, y la reacción viril, vital y fotogénica de Donald Trump tras el ataque, tientan a sentenciar la elección de noviembre y mostrar a un candidato prácticamente consagrado. Firme en su propia posición y beneficiado por el contraste con un Joseph Biden débil, superado por la edad e incapaz de enfrentar los enormes desafíos que acompañan a la presidencia de la nación más poderosa del mundo. Las reacciones globales, rayanas en la obsecuencia que cubrieron a todo el arco ideológico -desde Javier Milei hasta Nicolás Maduro- alimentan aquella tentación. Para un pueblo cuyas divisiones partidarias llevan acentuándose fuertemente al menos tres décadas, sin embargo, el aura de inevitabilidad oculta la traza de otro camino posible.
Desde que Newt Gingrich lideró la revolución republicana de 1994, las divisiones fundamentales en el seno de la política estadounidense posterior a la guerra civil -iniciadas con el New Deal y profundizadas con la Ley de Derechos Civiles- se consolidaron a nivel de la identificación partidaria. De ese modo, reflejaron en forma creciente la polarización de clase, identitaria, educativa y geográfica. En el año 2000, artistas como Michael Moore o Rage Against the Machine todavía podían hacer un caso convincente de que existía un gran corpus de ideas fundamentales homogéneo y sólo atravesado por matices respecto de algunas cuestiones sociales en cada uno de los dos grandes partidos. En los años siguientes, la guerra de Irak; la elección del primer presidente afroestadounidense; y el surgimiento del Tea Party con una agenda abiertamente decimonónica en lo social y económico volvieron insostenible aquella mirada.
Para 2016, Donald Trump enfrentó a Hillary Clinton cuestionando casi íntegramente una base de consensos que se consideraba inamovible, mientras los candidatos encarnaban, casi a la perfección, aquello que Jorge Argüello llama las dos almas de los Estados Unidos. El triunfo del republicano -beneficiado por las reglas del Colegio Electoral y a pesar de haber obtenido cerca de tres millones de votos menos que su rival- terminaría por consagrar la lógica divisiva en el seno del poder institucional de un modo que sus antecesores, desde Nixon, sólo osaron insinuar. Pero que no explicitaron siquiera cuando las investigaciones llegaron hasta los pantalones del propio presidente Clinton y el vestido de la becaria Monica Lewinsky.
No hizo falta para ello que la violencia llegara a los saldos de muertos y heridos de décadas anteriores -incluso los noventa del siglo pasado, años tranquilos tras la victoria en la Guerra Fría, fueron escenario de casos como el sitio de Waco, Texas (1993), los ataques con bombas de Oklahoma perpetrado por Timothy McVeigh (1995) y los disturbios de Los Angeles (1992), todos con decenas de muertos-. Donald Trump, como ningún otro presidente durante los últimos cien años, alimentó personalmente la violencia interna de la sociedad estadounidense. El expresidente acogió en su base de apoyo a racistas notorios, agrupaciones violentas como los Proud Boys, y hasta se permitió guiños a manifestantes neonazis (Charlottesville, 2017). Él mismo construyó parte de su fortaleza en las declaraciones racistas en cuestiones migratorias y en el enfrentamiento a la institucionalidad, cuya coronación fue el torpe intento insurreccional del 6 de enero de 2021, causado por su propia negativa a reconocer los resultados electorales.
La virulencia de la polarización fue, también, función de su propio accionar, por lo que durante su mandato emergieron las reacciones políticas más fuertes que se recuerden. Las ciudades y los estados progresistas, de forma directa y masiva, confrontaron con la agenda del presidente negándose a colaborar con las agencias migratorias federales. El impacto de la disrupción trumpista en los medios de comunicación, así como en el mundo artístico y académico fue tan masivo y negativo que terminó por colocar a estos sectores en posiciones reactivas, de las que no rehuyeron, alimentando a su vez la división y desconfianza institucional. La autocensura de la prensa sobre los desbordes, robos y saqueos durante las protestas tras el asesinato de George Floyd; las controversias sobre monumentos y homenajes a figuras como Thomas Jefferson o Woodrow Wilson; la prominencia de posiciones como “desfinanciar a la Policía”, “abolir la Fuerza de Aduana; y Migraciones” en el seno del debate demócrata fueron síntomas de una vitalidad del activismo cuya profundidad sólo se explica por los niveles de división y radicalización, propia y ajena, que impulsó el mismo Trump.
Desde esta óptica, podría pensarse en un país cercano a un punto de inflexión. De acuerdo a Ipsos, 8 de cada 10 estadounidenses creen que las divisiones en el seno de la sociedad son profundas y una proporción similar considera que son mayores que hace una década, al tiempo que la percepción sobre ese estado de cosas es abrumadoramente negativa. Si bien muchos de los factores de división son estructurales, y los enfrentamientos atraviesan tanto cuestiones sociales como económicas y se reproducen tanto a nivel popular como de las élites, un candidato demócrata con vocación de ser electo debería armonizar con una nueva melodía.
Los focos de activismo intenso que alimentaron la oposición a Trump en 2020 perdieron gravitación y sintonía con la base social mayoritaria. La relación de los estadounidenses con la frontera, la producción de petróleo y la Policía no es la misma que hace cuatro años. El ejercicio del Gobierno estos cuatro años delimitó las fronteras entre la proyección utópica y lo posible. El interés en Gaza no trasciende las fronteras del sector más politizado de la izquierda estadounidense, y es apenas un elemento de ruido en el seno del Partido Demócrata. Una figura que pueda comprender estos cambios acaso podría también encarnar una esperanza, quizás ingenua pero creíble, de dejar atrás una etapa de divisiones sociales. Apelaciones al sentido común, y una búsqueda creíble de puntos medios en aquellos temas en los que los estadounidenses se han corrido a la derecha en los últimos años, como migraciones y seguridad, podrían converger con tonalidades amables para aquellas posiciones donde los republicanos desentonan con las mayorías sociales, como la defensa de los derechos reproductivos de las mujeres y la libertad en la orientación sexual de las personas.
A nivel estructural, el ascenso de China, la vuelta de la guerra a la estructura del sistema y el peso del endeudamiento podrían operar como factores unificadores de la dirigencia de un país que pese a todo no ha perdido vocación de superpotencia. Incluso por izquierda, la suba del salario mínimo, la defensa del rol de los sindicatos o la construcción de infraestructuras proveen avenidas no polarizadas para un discurso político que debería ver en este Trump atacado y sobreviviente, a su vez, a una víctima y un victimario. No a alguien con quién confrontar, sino al símbolo de una etapa que necesita ser superada. Y a la bala que no la alcanzó como el punto cúlmine de una época fuera de tono con la idea que los estadounidenses quisieran tener de sí mismos.
Fuente: CENITAL
Autor: Martín Schapiro