Hidrógeno verde y la geopolítica del agua
Por Mauricio Herrera Kahn. Pressenza.com. Medio Ambiente
“La energía que se anuncia como limpia exige un recurso vital que falta y es el agua.”
El mundo aplaude al hidrógeno verde como la energía limpia que salvará al planeta. Se lo vende como el oro invisible del siglo XXI. Pero hay una verdad escondida bajo la propaganda. Para producir cada kilo de hidrógeno hacen falta litros y litros de agua pura. En un planeta que ya sufre sequías históricas, donde millones de personas no tienen agua potable, esa promesa se convierte en amenaza.
La geopolítica del siglo XXI no se jugará solo en torno a minerales y combustibles. También se jugará en torno al agua. Los mismos países que hoy impulsan megaproyectos de hidrógeno verde son los que al mismo tiempo ven a sus pueblos secarse. Chile anuncia plantas en Atacama, uno de los desiertos más áridos del mundo. Namibia y Mauritania ceden territorios para proyectos gigantescos mientras su población sigue cargando baldes de agua. Arabia Saudita construye complejos con desalinización que generan más salmuera que energía.
La contradicción es brutal. Se habla de energía limpia, pero se esconde el costo hídrico. Se proclama la lucha contra el cambio climático, pero se amenaza con agravar la crisis del agua. Lo que debería ser un camino hacia la sostenibilidad puede transformarse en una nueva forma de saqueo. El hidrógeno verde no solo divide al mundo entre productores y compradores. También lo divide entre los que tendrán agua para vivir y los que entregarán la suya para exportar moléculas
El costo hídrico del hidrógeno
El hidrógeno verde se produce por electrólisis. Un proceso que divide las moléculas de agua en oxígeno e hidrógeno usando electricidad renovable. La ecuación es simple en la teoría, pero brutal en la práctica. Para producir un kilo de hidrógeno hacen falta entre nueve y doce litros de agua pura, libre de sales y minerales. Esa agua debe ser tratada y desmineralizada antes de entrar en los electrolizadores, lo que encarece aún más el proceso.
Las cifras crecen a escala industrial. La Agencia Internacional de Energía estima que, si el mundo produce las quinientas treinta millones de toneladas de hidrógeno verde proyectadas para 2050, se requerirán más de cinco mil millones de metros cúbicos de agua al año, equivalente al consumo anual de una nación de cien millones de habitantes. Es decir, la transición energética basada en hidrógeno demanda un nuevo sacrificio: transformar agua en energía exportable.
El contrasentido es evidente. Los proyectos se levantan en regiones áridas donde el agua es más escasa. Chile anuncia complejos en Atacama y Magallanes. Namibia y Mauritania prometen exportaciones gigantescas desde el desierto. Arabia Saudita impulsa la ciudad futurista de Neom basada en hidrógeno, con plantas desalinizadoras que generan millones de toneladas de salmuera vertida al mar. Lo llaman progreso, pero para las comunidades locales es otra forma de despojo.
El costo hídrico del hidrógeno verde abre una nueva pregunta política. ¿Debe usarse el agua para alimentar electrolizadores o para asegurar la vida de las personas y la agricultura? ¿Qué derecho tienen las corporaciones a drenar ríos y acuíferos en nombre de una energía que ni siquiera quedará en los países productores? En el fondo, el hidrógeno verde corre el riesgo de ser limpio solo en apariencia. Limpio en los balances de carbono de Europa y Asia, pero sucio en la sed que deja detrás.
América Latina es energía verde en tierras secas
América Latina es presentada como la nueva Arabia Saudita del hidrógeno verde. Gobiernos y corporaciones anuncian proyectos gigantescos que prometen exportaciones millonarias hacia Europa y Asia. Pero detrás del discurso de progreso se esconde una paradoja y es que muchos de estos megaproyectos se instalan en territorios donde el agua es escasa y donde millones de personas aún no tienen garantizado el acceso al recurso más básico.
Chile lidera el mapa regional. En Magallanes se planifican plantas de escala mundial para producir amoníaco verde y exportarlo a Alemania y Japón. En Atacama, el desierto más árido del planeta, se levantan parques solares destinados a alimentar electrolizadores que requieren miles de metros cúbicos de agua pura cada día. El mismo país donde más de cuatrocientas mil personas sufren escasez hídrica crónica entrega su agua a corporaciones que producirán energía para barcos europeos.
Argentina no se queda atrás. En Río Negro, la empresa australiana Fortescue proyecta una inversión de ocho mil cuatrocientos millones de dólares para instalar un polo de hidrógeno verde que necesitará recursos hídricos en una provincia que ya padece estrés. Patagonia, con su potencial eólico, se convierte en epicentro de una energía limpia que corre el riesgo de secar valles agrícolas.
Brasil y México avanzan con proyectos piloto en Ceará, Bahía y Yucatán, regiones donde el agua es limitada y disputada entre consumo humano, agricultura y minería. Las cifras proyectadas por la Agencia Internacional de Energía señalan que producir solo un millón de toneladas de hidrógeno verde al año consume más de nueve millones de metros cúbicos de agua, lo suficiente para abastecer a una ciudad mediana.
La denuncia es clara. América Latina está cediendo agua y territorio para producir energía que no consumirá. El hidrógeno verde se anuncia como la llave del futuro, pero en la práctica amenaza con repetir la historia del saqueo: materias primas baratas para el norte y sed para el sur.
África es el desierto como campo de pruebas
África es el nuevo laboratorio del hidrógeno verde. En medio de la pobreza energética y la falta de agua potable, se levantan megaproyectos que prometen salvar al planeta, pero que pueden condenar a las comunidades locales. Namibia es el ejemplo más brutal. Allí la empresa Hyphen Energy impulsa un complejo de diez mil millones de dólares en la costa sur, destinado a exportar amoníaco verde a Alemania y Países Bajos. El proyecto utilizará agua desalinizada, pero esa desalinización generará toneladas de salmuera vertida al océano, alterando ecosistemas marinos ya frágiles.
Mauritania se ha convertido en el otro epicentro. El consorcio CWP Global planea un megaproyecto de cuarenta mil millones de dólares, uno de los más grandes del mundo, también orientado a exportar hacia Europa. El desierto mauritano, donde comunidades sobreviven con mínimos de agua y electricidad, será convertido en una zona de extracción energética para abastecer trenes y barcos extranjeros. La paradoja se repite: países con más del cuarenta por ciento de su población sin acceso regular a electricidad ceden sus recursos hídricos para producir energía que no consumen.
Sudáfrica y Marruecos se suman a la carrera. Pretoria anunció un corredor de hidrógeno en Northern Cape, mientras Rabat firmó acuerdos con la Unión Europea y Alemania para ser proveedor clave en la próxima década. Ambos dependen de la desalinización para sostener la producción. Esa tecnología encarece el costo del hidrógeno y genera un problema oculto: millones de toneladas de salmuera al mar, con impacto en pesquerías y biodiversidad.
Las cifras son contundentes. Producir un millón de toneladas de hidrógeno verde al año exige más de nueve millones de metros cúbicos de agua. Namibia, Mauritania y Marruecos apuestan a multiplicar esa cifra por diez en los próximos veinte años. En un continente donde más de trescientos millones de personas carecen de agua potable, el hidrógeno verde corre el riesgo de transformarse en un saqueo hídrico con etiqueta verde.
Asia y Medio Oriente es agua o energía
Asia y Medio Oriente concentran la paradoja del hidrógeno verde en su punto más extremo. Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos anuncian plantas gigantes de hidrógeno en medio del desierto. El proyecto estrella es Neom, la ciudad futurista saudí que se presenta como modelo de sostenibilidad y que incluye la instalación de una de las mayores plantas de hidrógeno del planeta. La producción depende de desalinización masiva, un proceso que requiere energía adicional y expulsa millones de toneladas de salmuera altamente contaminante al mar Rojo. Energía limpia en la teoría, pero con un rastro ambiental tóxico.
India enfrenta un dilema aún más directo. El gobierno lanzó un plan nacional de hidrógeno verde con la meta de producir cinco millones de toneladas anuales en 2030. Sin embargo, gran parte de esa producción se ubicaría en regiones áridas del Rajastán y Gujarat, donde el agua ya es insuficiente para agricultura y consumo humano. Un kilo de hidrógeno significa diez litros de agua menos para campesinos que ya enfrentan sequías crónicas. En un país con más de cien millones de personas sin acceso seguro al agua potable, el hidrógeno puede convertirse en una amenaza más que en una solución.
China también apuesta fuerte. Sus megaproyectos de hidrógeno se concentran en el norte, en zonas como Mongolia Interior, ricas en energía eólica y solar pero pobres en agua. El desafío es evidente: mientras China lidera en electrolizadores, necesita garantizar el agua para sostener la producción a gran escala. El riesgo es que la energía destinada a descarbonizar la economía global termine agravando las tensiones hídricas locales.
Las cifras no mienten. Según la Agencia Internacional de Energía Renovable, el sesenta por ciento de los proyectos de hidrógeno verde en Asia y Medio Oriente están en regiones con alto o extremo estrés hídrico. La pregunta se vuelve ineludible. ¿Qué vale más: el agua para la vida o el agua convertida en combustible para el comercio global?
Conflictos potenciales
El hidrógeno verde no solo es una apuesta energética, también puede convertirse en un nuevo motivo de guerra por el agua. Allí donde ya existen tensiones históricas, la llegada de megaproyectos de HV amenaza con agravar los conflictos. El río Nilo es un ejemplo claro. Egipto, Sudán y Etiopía llevan años disputando el control de la Gran Presa del Renacimiento. Si a esa tensión se suma la producción de hidrógeno verde en Etiopía y Sudán, el agua del Nilo pasará a ser combustible de exportación y no recurso vital para ciento cincuenta millones de personas.
El río Indo en Asia enfrenta una situación similar. India y Pakistán se disputan su caudal bajo un frágil acuerdo de reparto. La decisión india de impulsar proyectos de hidrógeno en zonas áridas con agua del Indo puede encender un nuevo frente de conflicto. Lo mismo ocurre en la Amazonía, donde ya se habla de explorar proyectos de HV en Brasil y Perú, en una cuenca que concentra el veinte por ciento del agua dulce mundial y que ya sufre deforestación y contaminación. Transformar ese río en insumo energético para exportación sería repetir el saqueo con otro color.
Las cifras ponen la contradicción en blanco y negro. Más de cuatrocientos millones de africanos y cien millones de asiáticos carecen hoy de acceso seguro al agua potable. Producir un millón de toneladas de hidrógeno verde al año consume más de nueve millones de metros cúbicos de agua, lo suficiente para abastecer a una ciudad de medio millón de habitantes durante un año. El colonialismo hídrico se instala en silencio. El norte compra moléculas verdes y el sur entrega el agua que necesita para vivir. Lo llaman transición energética, pero huele a la misma historia de siempre: exportar vida y quedarse con la sed.
Alternativas y soluciones
El hidrógeno verde no tiene por qué ser un saqueo hídrico. Existen alternativas tecnológicas y políticas que pueden evitar que la energía del futuro se construya sobre la sed de los pueblos.
La primera opción es mirar al mar. Los nuevos electrolizadores diseñados para operar con agua de mar directa reducen la dependencia de fuentes dulces. La tecnología aún es cara, pero avanza rápido. Investigadores en China y Australia ya han probado prototipos que producen hidrógeno sin necesidad de desalinizar.
La segunda alternativa es el reuso de aguas residuales. Ciudades que hoy vierten millones de litros de aguas tratadas al mar podrían destinar parte de esos caudales a la producción de hidrógeno. Alemania y Japón ya desarrollan pilotos en esta línea. El costo es menor que desalinizar y evita tensiones con la agricultura y el consumo humano.
La tercera solución no es técnica sino política. La justicia hídrica debe ser principio de la transición energética. Ningún proyecto de hidrógeno debería avanzar si compromete el acceso al agua potable de comunidades locales. La prioridad tiene que estar clara: primero la vida, después la exportación.
Las cifras muestran la viabilidad. Usar aguas residuales puede cubrir hasta un quince por ciento de la demanda proyectada de agua para hidrógeno en 2030. La electrólisis directa con agua de mar podría reducir costos de operación en un veinte por ciento si se escala industrialmente. Son números que prueban que no se trata de ciencia ficción, sino de voluntad política e inversión real.
El dilema está planteado. El hidrógeno puede ser la excusa para profundizar el colonialismo del agua, o puede ser el impulso para una transición energética justa y sustentable. Todo depende de quién define las reglas: los bancos y corporaciones del norte, o los pueblos que ponen el agua en juego.
El hidrógeno verde se anuncia como la llave de un futuro limpio.
Pero detrás de cada electrolizador laten los ríos, los acuíferos y las comunidades que lo alimentan. No habrá transición justa si el agua se convierte en mercancía para producir moléculas destinadas a encender ciudades lejanas mientras pueblos enteros siguen cargando bidones para beber.
La historia del colonialismo energético puede repetirse con otro disfraz. Antes fue el oro, después el petróleo, ahora puede ser el agua convertida en hidrógeno. El discurso cambia, la lógica se mantiene. El sur entrega lo vital, el norte se queda con el beneficio. Lo llaman energía verde, pero puede terminar siendo un saqueo azul, escondido en litros de agua evaporada en silencio.
Sin embargo, no todo está escrito. Existen tecnologías capaces de usar agua de mar y residuos urbanos. Existen movimientos sociales que ya levantan la voz para exigir justicia hídrica. Existen gobiernos que podrían poner soberanía sobre contratos que hoy firman de rodillas. La esperanza no es ingenuidad, es memoria. Los pueblos que sobrevivieron al colonialismo del pasado saben que pueden resistir al colonialismo del futuro.
El hidrógeno verde puede ser un espejismo o una oportunidad real. Puede secar al planeta o darle un respiro. La decisión no está en los tanques ni en los puertos. Está en las manos de quienes deben elegir entre vender el agua de la vida o defenderla como derecho humano.
Y esa elección definirá si la energía del mañana será liberación o condena.
Bibliografía de cifras duras
International Energy Agency (IEA). Global Hydrogen Review2023.
International Renewable Energy Agency (IRENA). Global Hydrogen Supply Chain Report 2022.
BloombergNEF. Hydrogen Market Outlook 2023–2050.
Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA). Renewable Energy and Jobs Annual Review 2023.
World Resources Institute (WRI). Aqueduct Water Risk Atlas 2023.
Bibliografía general
Rifkin, Jeremy. The Hydrogen Economy. Penguin, 2002.
Ball, Michael & Wietschel, Martin. The Hydrogen Economy: Opportunities and Challenges. Cambridge University Press, 2009.
Van de Graaf, Thijs & Overland, Indra. “The Geopolitics of Hydrogen.” Energy Research & Social Science, 2020.
Sovacool, Benjamin. Energy and Ethics: Justice and the Global Energy Challenge. Palgrave, 2013.
OME (Observatoire Méditerranéen de l’Énergie). Hydrogen for the Mediterranean: Opportunities and Risks. 2021.
Mauricio Herrera Kahn
Nota original en: PRESSENZA.COM