Por Pressenza IPA. Pressenza.com
En la remota región senegalesa de Kédougou, al sureste del país y cerca de las fronteras con Guinea y Malí, mujeres como Sadio Camara trabajan incansablemente para extraer oro de los sedimentos de la tierra. Con las manos desnudas y sin ninguna protección, vierten una pequeña cantidad de mercurio en cubos llenos de rocas molidas, con la esperanza de obtener una pepita del preciado metal. Esta práctica, aunque eficiente y barata, es también profundamente peligrosa.
El mercurio, una neurotoxina potente, se ha convertido en una herramienta habitual para separar el oro del mineral en la minería artesanal de África Occidental. A pesar de sus efectos devastadores para la salud y el medio ambiente, su uso persiste por falta de alternativas accesibles y de educación sobre los riesgos. En Kédougou, esta realidad se manifiesta a diario, donde el trabajo de miles de mujeres y hombres se desarrolla al margen de regulaciones formales y sin las mínimas condiciones de seguridad.
El procedimiento que utiliza Sadio Camara es sencillo, pero letal: mezcla sedimento con mercurio para formar una amalgama que, al calentarse sobre una llama abierta, libera vapores tóxicos y deja atrás el oro. Camara no usa mascarilla ni guantes, y sus hijos observan y respiran el aire contaminado a pocos metros. Ella es consciente del peligro. “Sé que es peligroso, porque cuando vamos a cambiar el oro y lo vuelven a calentar, esos tipos llevan mascarillas para evitar el humo”, dice. Pero, como muchas otras mujeres, cree erróneamente que pequeñas cantidades no representan una amenaza real.
Sin embargo, la exposición incluso a niveles bajos de mercurio puede provocar daños neurológicos irreversibles, pérdida de visión, audición, coordinación y retrasos en el desarrollo, sobre todo en niños. Aún más alarmante es el impacto en mujeres embarazadas y lactantes: el mercurio puede atravesar la placenta y transmitirse a los bebés mediante la leche materna.
El presidente de una organización local que aboga por una minería más segura, Doudou Dramé, lo resume de forma clara: “Si te clavas un cuchillo te hiere, si el mercurio hiciera lo mismo, la gente no lo tocaría. Pero con el mercurio puedes pasar años sin sentir los efectos. Las consecuencias llegan más tarde”.
Además de los riesgos personales, el uso de mercurio tiene consecuencias ambientales profundas. Se libera al aire, contamina el agua y el suelo, y se acumula en peces y animales que forman parte de la cadena alimentaria. Después de lluvias intensas, el mercurio utilizado por los mineros termina en ríos y arroyos, muchos de los cuales son fuente principal de agua para las comunidades. Las mujeres, por su rol en las tareas domésticas, están expuestas de manera desproporcionada: lavan ropa, platos y a sus hijos con esta agua contaminada.
En 2020, el gobierno de Senegal anunció la construcción de 400 unidades de procesamiento de oro sin mercurio, basadas en tecnología de separación por gravedad, como las mesas vibratorias. Sin embargo, hasta hoy solo una de esas plantas ha sido construida, y permanece inactiva. La máquina está ubicada en Bantaco, a 24 kilómetros de la aldea de Camara, una distancia que muchos mineros no pueden costear en términos de transporte de mineral.
Modou Goumbala, de la ONG La Lumière, asegura que disponer de al menos una máquina por pueblo sería un avance real. La alternativa existe, pero aún es inaccesible para la mayoría. Jen Marraccino, de la organización Pure Earth, también señala que con la inversión adecuada, estas tecnologías pueden volverse más baratas y generalizarse, ofreciendo una vía más segura y sostenible para la minería artesanal.
La situación en Kédougou refleja una realidad más amplia en África Occidental: miles de personas arriesgan su salud y el medio ambiente por falta de opciones y apoyo institucional. La minería artesanal, que podría representar una oportunidad de desarrollo económico local, se convierte en una fuente de contaminación tóxica cuando no está regulada ni acompañada de alternativas seguras.
Sadio Camara y muchas otras mujeres no quieren envenenar a sus hijos ni contaminar sus comunidades. Simplemente no tienen otra opción. “Hacemos esto por ignorancia y falta de medios”, afirma. “Si el gobierno sabe lo que es bueno para nosotros, que venga y nos lo enseñe”.
El oro de Kédougou tiene un alto costo oculto: la salud de quienes lo extraen y el futuro de sus comunidades. Reducir este costo exige voluntad política, inversión en tecnología segura y una educación adecuada para quienes, día tras día, arriesgan todo por una pepita de esperanza.
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