No es la próxima película de la saga Indiana Jones, no es ciencia ficción, es lo que ya está ocurriendo en muchos países que están viendo desaparecer las variedades de sus semillas naturales debido al cultivo masivo de alimentos transgénicos.
Vandana Shiva1 , científica, filósofa y escritora india, que estuvo esta semana en Madrid en una conferencia promovida por el colectivo Semillas Madrid, se ha convertido en la figura más emblemática de las granjas de semillas comunitarias, un arca de Noé de los agricultores para conservar las semillas naturales y salvarlas de su extinción.
Para entender lo que está pasando, antes de nada, debemos aclarar qué es un transgénico, porque no se trata de un simple injerto y no tiene nada que ver con las técnicas de selección natural que agricultores a lo largo y ancho del mundo llevan utilizando durante siglos. Los alimentos transgénicos son el resultado de combinar fragmentos de material genético, genes, de una especie con la de otra para obtener una nueva especie o modificar las características de la misma, como por ejemplo, aumentar su resistencia a plagas, mejorar la calidad nutricional de la misma o la tolerancia a heladas. Dicho así suena maravilloso. Y así nos lo venden, como la solución definitiva a los grandes males sociales, económicos y ambientales de la actualidad. Pero la realidad resulta más compleja.
Las técnicas de ingeniería genética tienen un amplio margen de error y el avance de la ciencia ha puesto en evidencia que los genes no funcionan de forma aislada, afectan a más de una sola característica del organismo y forman parte de un complejo sistema puesto a punto a lo largo de millones de años de evolución. Todas las especies cuentan con un sistema que les protege de la invasión de ADN2 extraño de otro organismo. Así que para lograr insertar estos genes los científicos utilizan los únicos organismos capaces de traspasar y romper esas barreras de seguridad de las células: los virus y bacterias. Así se corre el riesgo de que se obtenga el efecto contrario al deseado, puede ocurrir que se produzcan dosis mayores de sustancias tóxicas presentes de forma natural en las plantas, puede que aparezcan toxinas en el fruto o en partes de la planta donde no se producían antes, o puede darse la aparición de compuestos totalmente nuevos potencialmente dañinos para la salud. También puede provocar otras alteraciones que originen cambios en la composición de los alimentos, con efectos desconocidos para la salud humana. Puede darse asimismo una pérdida de las cualidades nutritivas de un alimento, al disminuir determinados compuestos o aparecer sustancias antinutrientes, que impiden su correcta asimilación.
Existen evidencias, pero apenas podemos encontrar estudios avalados sobre su impacto en la salud y en el entorno. Resulta alarmante que se hayan comercializado libremente estos alimentos sobre una base científica prácticamente nula acerca de sus posibles consecuencias. Aun así, los defensores de los alimentos modificados genéticamente prometen que serán más nutritivos, que aumentarán las cosechas y disminuirán el uso de químicos, siendo por tanto la solución para el hambre en el mundo. Según ellos, deberíamos aceptar los riesgos que conllevan bajo la idea de que todas las tecnologías tienen riesgos y siempre hay quienes no comprenden la ciencia y se resisten a los cambios.
Pero no se ha demostrado que estos alimentos sean ni más nutritivos ni más productivos. Los estudios que comparan la productividad de las cosechas naturales con las modificadas genéticamente demuestran que incluso son menos productivas3 , el uso de agroquímicos se ha disparado4 y el hambre en el mundo tiene causas sociales, no de falta de producción. No existe escasez de alimentos en el mundo, sino una centralización de estos en determinadas áreas geográficas y, lo que es peor aún, una concentración de la misma de acuerdo al poder adquisitivo. Tampoco se trata de resistirse a los avances científicos como nos quieren hacer creer. Precisamente por comprender la ciencia y los riesgos que entraña, es por lo que se debería ser más cauto con dichos avances. Dicha cautela se hace incluso más necesaria en la manipulación genética porque esta conlleva riesgos tan impredecibles e irremediables que no debería llamarse ni ingeniería ni tecnología.
Ya en 1975 tuvo lugar en California una conferencia de pioneros en investigación genética para debatir las cuestiones de la seguridad y la ética que se planteaban sobre la recién descubierta investigación transgénica. Los delegados de la conferencia votaron para que todas las combinaciones de ADN y de organismos modificados genéticamente quedaran guardadas de forma segura en los laboratorios hasta demostrar su inocuidad. Sin embargo, no se ha respetado el “Principio de Precaución”, por el cual no se implementa ninguna tecnología que no haya demostrado su inocuidad, y actualmente ya se están liberando transgénicos al medio ambiente que están interactuando con el resto de organismos, convirtiendo así el planeta en un gigantesco experimento genético sin que nadie nos haya informado ni dado la opción de elegir. Hablamos de contaminación biológica, no química. Esta última se puede diluir con los años, a diferencia de la biológica que no se puede deshacer porque una vez liberada al medio ambiente no hay marcha atrás. Y a pesar de ser catastrófica e irremediable no hay ningún tipo de ley o regulación al respecto.
No se trata de poner trabas al avance de la ciencia, sino que esta lo haga de una forma segura y desinteresada. La biotecnología médica ha creado muchos productos que salvan vidas. Pero las plantas modificadas genéticamente, a diferencia de las medicinas, se reproducen y una vez liberadas al medio ambiente no se pueden controlar. No se ha dejado que la ciencia avance en un entorno controlado ni se ha demostrado la inocuidad de estos alimentos modificados genéticamente antes de comenzar a producirlos y comercializarlos. De nuevo, los intereses económicos priman sobre todas las cosas, incluida la salud del ser humano.
Según las leyes de patentes, de alcance internacional, las formas de vida y sus componentes no se pueden patentar. Sin embargo esto no es aplicable a los organismos modificados genéticamente, ya que consideran que los genes, luego de ser aislados y modificados, dejan de ser “naturales”. Ahora el maíz se llama Novartis; la soja, Monsanto; el arroz, Bayer; la patata, Basf… Estos organismos modificados genéticamente han sido desarrollados mediante la llamada tecnología “terminator” cuyo fin es esterilizar la semilla haciendo que esta libere un tóxico que mate al embrión cuando la planta esté creando la semilla. Así los agricultores, tras recolectar la cosecha, tienen que comprar las siguientes semillas para otros años. Además, el nuevo fenómeno de los “contratos de semillas” estipula qué marca de plaguicidas debe usar el agricultor, un mercado cautivo que las multinacionales vienen creando desde hace años. Esta suerte de neofeudalismo genético convierte a los agricultores en dependientes de las multinacionales, las cuales les venden semillas y plaguicidas y les compran la producción a muy bajos precios, sin dejarles beneficio alguno. Y son cinco grandes multinacionales las que concentran todas las patentes. Monsanto tiene el 80% del mercado de las plantas transgénicas, seguida por Aventis con el 7%, Syngenta (antes Novartis) con el 5%, BASF con el 5% y DuPont con el 3%. Estas empresas también producen el 60% de los plaguicidas y el 23% de las semillas comerciales.
Estados Unidos, Argentina, India, Brasil… son países que están perdiendo a pasos agigantados su soberanía alimentaria debido a estas variedades transgénicas. Los agricultores cultivan estas variedades, que llegan a costar hasta 17 veces más contrayendo grandes deudas con estas corporaciones. Pero esto no es lo peor. El problema es que tienen que seguir cultivando estas variedades. No pueden elegir porque ya no tienen sus propias semillas, la tierra ya ha resultado contaminada, hay falta de opciones en el mercado y tienen fuertes ataduras con las multinacionales semilleras. El caso de los suicidios de agricultores de algodón en India es estremecedor. Se estima que, desde el año 1997, cada 30 minutos se suicida un agricultor en India por la incapacidad de asumir las altas deudas contraídas con las multinacionales. Los efectos también están siendo devastadores en Sudamérica. En Paraguay y Brasil cientos de poblaciones indígenas se han visto desplazadas al ver contaminadas las tierras con los cultivos de soja transgénica. Y en Argentina, Roundup, el pesticida más vendido a nivel mundial, está arrasando con las tierras. Este pesticida mata todo lo verde, contamina tierras, animales y ríos. Y es el principal causante del incremento de los casos de cáncer, enfermedades raras, lupus, alergias respiratorias, malformaciones, etc que se están dando en las poblaciones rurales cuyos campos han sido rociados con este agroquímico. Además, han aparecido nuevas pestes y el nivel de nitrógeno y fosfatos del suelo, del que se alimentan las plantas, disminuyó de manera notoria surgiendo hierbas resistentes5 al Roundup.
Esto ha hecho necesario el uso de productos más tóxicos aún, algunos de ellos prohibidos6 en otros países. Por otro lado, para combatir las plagas de insectos7 que invaden las plantaciones de soja se recomendó a los productores utilizar una mezcla8 de otros dos pesticidas extremadamente tóxica para las abejas y los peces, y muy tóxica para las aves. Por lo tanto, los riesgos de contaminación son enormes y se aumentan con el uso de transgénicos. Esta tecnología destruye las especies naturales; no hay lugar para la coexistencia. Los herbicidas de estas compañías semilleras destruyen todo lo que tocan y los transgénicos contaminan el resto de cultivos. Aunque se quieran controlar, el polen no tiene barreras y por medio del viento y de insectos termina contaminando otros cultivos orgánicos. Como resultado, muchas variedades de semillas desaparecerán por completo. Es por ello que se están creando estos bancos colectivos de semillas en un intento de salvaguardar la biodiversidad de la aniquilación transgénica. En ellos se quieren guardar todas las variedades naturales existentes con el objeto de poder compartirlas libremente en un futuro. También la Unión de Científicos Preocupados (Union of Concerned Scientist) basa su estrategia en proveer refugios de plantas no modificadas en un intento de poder controlar en el futuro las plagas de insectos resistentes a las toxinas presentes en los transgénicos.
Quizá tampoco sería descabellado empezar a crear, del mismo modo, refugios de animales y seres humanos. Y es que a pesar de que los transgénicos actuales están destinados en su mayoría a usos industriales, como el almidón para la producción de plásticos, cartones y pegamentos, o biocombustibles, también están destinados a la elaboración de piensos para la alimentación de animales, en su mayoría, procedentes de la ganadería. Por tanto, los transgénicos ya han saltado a la cadena alimenticia. Podemos encontrarlos en las carnes que comemos o en los derivados del maíz y la soja como la lecitina, la glucosa o la maltosadextrina, que son ingredientes que se encuentran, aproximadamente, en el 70% de los productos industriales envasados. Sabiendo que más de la mitad del maíz y de la soja proceden de cultivos modificados genéticamente se calcula que alrededor del 40%9 de los alimentos llevan transgénicos.
Y el consumidor, no lo sabe. Nos están obligando a comer productos transgénicos sin darnos la posibilidad de elegir y sin respetar el derecho a la información de todo ciudadano. No hay forma de identificarlos porque no existe regulación alguna sobre su etiquetado. En 2001, los americanos supieron que estaban consumiendo alimentos transgénicos cuando una ciudadana entró en shock tras ingerir unas tortillas para tacos en las que luego se encontraron restos de maíz Starlink, no apto para consumo humano. Inmediatamente las estanterías de los productos derivados del maíz se llenaron de reclamaciones.
Pero lo más triste es que a pesar de las claras evidencias de alergias y daños en órganos internos, como pulmones, hígado y riñones, encontrados en un estudio con ratas alimentadas a base de transgénicos, apenas existen estudios oficiales que demuestren la peligrosidad de estos. Un informe publicado en la revista Nutritional Health, I. F. Pryme y R. Lembcke resalta que los estudios científicos sobre transgénicos no financiados por la industria han encontrado problemas con serias implicaciones para la salud humana, mientras que aquellos estudios financiados por la industria de alimentos nunca encuentran ningún problema. Los estudios sobre transgénicos que tienen alguna relevancia a la salud humana son apenas más de veinte, de los cuales solamente uno ha sido realizado con sujetos humanos. Solo el 5% de los científicos son independientes, como Terje Traavik, en Trömso (Noruega). “Con relación al desarrollo y la comercialización de ácidos nucleicos, organismos y virus transgénicos, con frecuencia no podemos definir la probabilidad de eventos no buscados ni las consecuencias de los mismos. Por lo tanto, el estado de ignorancia actual torna imposible la evaluación del riesgo con bases científicas". Esto, según Traavik, exige invocar el "Principio de Precaución", cuya necesidad no puede subestimarse: "Para obtener un desarrollo sustentable, las políticas deberían basarse en el Principio de Precaución. Las políticas ambientales y de salud deben apuntar a predecir, prevenir y atacar las causas de los peligros al ambiente o a la salud. Cuando hay razón para sospechar que existe la amenaza de daños graves e irreversibles, no debería utilizarse la falta de evidencia científica como base para la postergación de la aplicación de medidas preventivas".
En opinión de Vandana Shiva, “uno de los mayores retos actuales es lograr construir una ciencia independiente”. Traavik, a su vez, considera que la investigación vinculada a los riesgos debería ser responsabilidad de las autoridades involucradas, y no de la industria: "El requisito previo para obtener ese conocimiento es la ciencia y los científicos dedicados a proyectos y campos de investigación asociados. Los gobiernos nacionales y autoridades internacionales deben ser responsables de proveer los fondos para realizar tales investigaciones. Por un lado, obviamente no es responsabilidad de los productores y fabricantes. Por otro, la investigación asociada al riesgo debe ser financiada con dineros públicos para mantenerla totalmente independiente, lo que es absolutamente imprescindible en este tipo de actividad".
Mientras tanto, seguiremos siendo las “ratas de laboratorio” de las grandes multinacionales que terminarán invadiendo y extinguiendo todos los recursos naturales con lo que ellos quieren hacernos creer que es ciencia y es tecnología.
Activista en favor del ecofeminismo, recibió el Premio Nobel Alternativo en reconocimiento a su dedicación a los movimientos alternativos y “… por situar a la mujer y a la ecología en el corazón del discurso moderno sobre el desarrollo.” Otros premios que ha recibido son el Global 500 de 1993 del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP) y el premio internacional del Día de la Tierra, también de las Naciones Unidas. Actualmente es una líder del Foro Internacional sobre la Globalización, así como un miembro destacado del movimiento antiglobalización.
El ADN es el ácido de las células que contiene la información genética de un organismo.
En España se pueden consultar los estudios que el Organismo Científico de Investigación Agraria de Aragón y que el Organismo Científico de Investigación Agraria de Albacete han hecho públicos en sus webs y en el que comparan las variedades disponibles en el mercado analizando su producción. En Albacete se ha demostrado que la soja transgénica es incluso entre un 5 y un 10% menos productiva que la natural.
Desde que Estados Unidos comenzara a cultivar transgénicos en el año 1996 el uso de agroquímicos ha aumentado en 23 millones de kilos.
Entre otras se encuentran la Commelia erecta, la Convulvulus arvensis, la Ipomoea purpurea, la Iresine difusa, la Hybanthus parviflorus, la Parietaria debilis, la Viola arvensis, la Petunia axillaris, la Verbena sp, la Hybanthu sparviflorus, la Tragopogon sp, la Senecio pampeanus, la Sonchu soleraceus, la Sonchu sasper y la Taraxa cumofficinale.
Como el 2,4 D, el 2,4DB, la Atrazina, el Paraquat, el metsulfuron-metil y el Imazetapyr.
Nezara viridula, Piezodorus guildinii, Edessa meditabunda, Dichelops furcatus
Endosulfato junto con cipermetrina
Fuente: Entrevista Juan Felipe Carrasco, responsable campaña contra los transgénicos de Greenpeace España.
Laura Romero