Desde los trabajos sobre la visión en la rana y la percepción de los colores que lo hicieron famoso en los años 60, Humberto Maturana (biólogo, chileno y hoy investigador del MIT) ha recorrido un largo camino de crítica radical a la ciencia pura y dura. La pregunta por la cosa no se puede responder sin incluir a quien la observa, dice.
Por Denise Najmanovich y Ana María Llamazares
Humberto Maturana ha recorrido un largo camino de crítica radical al sistema cognoscitivo de la ciencia occidental. Sus aportes se basan en la biología del conocimiento humano, la organización de los seres vivos, la teoría de sistemas y llegan a un punto capital: el cuestionamiento de la objetividad.
A partir de este viraje desarrolla otras líneas de argumentación que se imbrican con la evolución de la especie humana – sustentada por la emoción básica del amor como legitimación del otro -, el desarrollo cultural de las tendencias matrística y patriarcal, la ética, la educación, la ecología, en definitiva “el sentido de lo humano”. Invitado a Buenos Aires por el Instituto de Terapia Sistémica y auspiciado también por la Fundación Banco de Crédito Argentino, Maturana departió durante cinco horas acerca de una muy sugerente propuesta: “¿Hay vida inteligente en la Tierra?”, donde además de brindar una versión condensada de sus teorías hizo un “inteligente” alegato ecologista.
– ¿Podría contarnos cómo llegó desde la neurofisiología de la percepción hasta el problema del conocimiento? ¿Cuál fue la pregunta que pudo, o no pudo, contestar en su ámbito específico, que lo obligó a cambiar de perspectiva y a incursionar en la epistemología?
Para poder adentrarse en espacios ajenos al propio campo profesional hay que tener una cierta soltura reflexiva, aunque esto no es fácil de obtener. Yo he sido afortunado porque siempre he tenido intereses múltiples: cuando era estudiante de medicina, por ejemplo, estaba interesado en la antropología y la etnología; y luego, cuando derivé a la biología, mi experiencia como estudiante de medicina me sirvió para permanecer conectado con lo humano y orientarme más todavía hacia los temas antropológicos y culturales.
Un científico debe ser capaz de escuchar sobre cualquier tema, saber de qué se habla, aunque no sea dueño del tema. Y – ciertamente- pienso que un biólogo debe ser capaz de moverse en la biología de modo tal que nada le sorprenda, aunque no lo sepa todo. Eso quiere decir que tiene que dominar a la biología como fenómeno y como forma de pensar; pero para que eso pase hay que tener una mirada, un ámbito de interés, mucho más grande. En esas condiciones lo que ocurre es que cuando surge una dificultad para explicar algo, uno tiene un espacio imaginativo que le permite salirse de su especialidad y mirar desde otra perspectiva, para poder contestar las preguntas “reacias”.
Ahora bien, lo corriente es que uno insista, que crea que las dificultades son tecnológicas y no conceptuales, que es necesario ampliar el espacio experimental y por lo tanto uno insiste, insiste, e insiste en lo mismo (cada vez más de lo mismo). Parte de la sabiduría o, mejor aún, de la buena suerte que uno puede tener, consiste en animarse a soltar eso, en abandonar la perspectiva con que se miraba el problema y atreverse a reconocer que lo que está preguntando no tiene respuesta con el ámbito en que se venía trabajando, porque el enfoque es inadecuado. Bueno, esto es lo que me pasó a mí estudiando la percepción y en particular la visión de los colores.
– ¿Puede explicarnos someramente los puntos salientes de su investigación, las dificultades con las que se encontró y cómo logró resolverlas?
– En la década del sesenta, lo que yo tenía que estudiar era cómo uno ve, o cómo un animal ve los colores; y lo hacía dentro de lo que podríamos llamar el “pensamiento epistemológico tradicional” implícito en el quehacer científico, que considera que uno ve un mundo exterior, que el sistema nervioso opera obteniendo información sobre un mundo exterior. Yo era un investigador en el campo de la neurofisiología de la visión de los colores, con absoluta impecabilidad experimental, es decir, haciendo experimentos rigurosos que pensaba que me permitirán mostrar cómo uno ve el color que está allí, afuera de mí, en el mundo exterior, expresado en términos físicos (energías espectrales, longitudes de onda, etc.), de tal manera que pueda ser reconocido por cualquier otro observador.
Trabajé duramente hasta que me di cuenta de que había algo que impedía que lograra mi objetivo. Durante tres años desarrollé mis investigaciones hasta que en un momento pensé (y allí estaba mi buena fortuna) que tal vez lo que yo estaba haciendo no satisfacía – ni podía satisfacer – mis expectativas en el estudio de la visión, porque los fundamentos desde los cuales estaba trabajando eran equivocados.
En concreto, yo decía “lo que tengo que encontrar es una correlación entre la actividad del sistema nervioso y el color como realidad externa”; pero en un momento determinado se produjo un cambio radical y dije: “Tal vez lo que pasa es que la actividad del sistema nervioso no se correlaciona con el color como yo lo he especificado hasta ahora (es decir, en términos físicos), sino que se correlaciona con el nombre del color”. Cuando planteé esto a mis colegas todos pensaron que estaba loco, pues – por supuesto – ellos sabían que el nombre del color es arbitrario, ya que se puede llamar a esto verde o rojo o cualquier otra cosa (el nombre del color es una convención). Entonces ¿qué estoy diciendo cuando digo que la actividad del sistema nervioso se correlaciona con el nombre del color? Lo que estoy diciendo es que se correlaciona con la experiencia que yo distingo cuando doy tal nombre, cuando digo que lo que veo es tal color.
“Claro – decían mis interlocutores -, pero esa experiencia depende de lo que tú ves” (no podían decir otra cosa, pues ése es el fundamento de toda la investigación tradicional, según la cual vemos objetos externos a nosotros). Lo que yo estaba planteando era algo muy radical: que nosotros les damos el mismo nombre, quiere decir que las vivimos en nosotros como iguales. Por lo tanto, debería ser posible demostrar cómo se correlaciona la actividad de la retina con el nombre del color. De modo que si damos el mismo nombre a situaciones que desde un punto de vista físico son distintas, quiere decir que desde el punto de vista experiencial, uno las ve iguales. Al hacer esto lo que estamos correlacionando es la actividad del sistema nervioso con… la actividad del sistema nervioso. Entonces lo que estamos afirmando es que el sistema nervioso opera haciendo correlaciones internas y no captando dimensiones del mundo externo: el sistema nervioso opera como una red cerrada. Y, por tanto, ya no tenemos necesidad de hablar de “objetos externos”.
– Usted ha dicho que puesto que el sistema nervioso es cerrado en su operar, no podemos hacer correlaciones entre los estados del sistema nervioso y el mundo externo. Esto implicó que propusiera “poner la objetividad entre paréntesis” ya que no tiene sentido hablar de un mundo independiente del observador. Ahora bien ¿por qué poner la objetividad entre paréntesis y no descartarla lisa y llanamente? En este sentido ¿existe para usted algún criterio para preferir una metafísica realista a una que no lo sea?
– Yo no estoy haciendo una metafísica. Estoy haciendo una explicación científica del observador y del conocer, que es muy distinto. Si alguien me escucha y dice que yo estoy haciendo filosofía es porque no ha querido prestar atención a la explicación científica que estoy dando. “Poner la objetividad entre paréntesis” significa que cuando uno explica, la experiencia que se explica no desaparece. Nosotros vivimos en un mundo que distinguimos como un mundo de objetos, en el que tenemos la experiencia de los objetos; y por tanto, no podemos hacer desaparecer esa experiencia, no podemos simplemente hacer desaparecer los objetos. Por el contrario, lo que tenemos que hacer como científicos es explicar los objetos, es proponer un procedimiento o un mecanismo a partir del cual podamos mostrar cómo surge la experiencia de esos objetos. Entonces, una de las formas de explicar esto es diciendo que el objeto está allí con independencia de lo que yo hago. Esta sería la postura de la objetividad tradicional, sin paréntesis, que asume por un lado la existencia real de los objetos y, por otro, confiere al sujeto la posibilidad de conocer los objetos prescindiendo de su subjetividad.
Nosotros pertenecemos a una historia cultural en la cual estamos acostumbrados a preguntarnos ¿qué es? Y al escuchar esta pregunta hay un tipo de respuesta que deseamos oír: la respuesta que nos dice algo sobre el “ser” de la cosa por la que se preguntó. Se espera una descripción de algo que está allí, con independencia del observador y de lo que el observador hace. Yo sostengo que para responder a esta pregunta se pueden seguir dos caminos: uno, el tradicional, es haciendo referencia a algo independiente de lo que el observador hace; el otro implica transformar la pregunta “¿qué es?” en “¿qué criterio uso yo para afirmar que algo es lo que yo digo que es?”.
– ¿Qué consecuencias tiene esta distinción de la objetividad con y sin paréntesis no sólo dentro del marco de la ciencia, sino para el dominio de las relaciones humanas en general?
– Es fundamental, pues estos dos caminos de la objetividad conducen por su parte a distintos modos de relacionarse no sólo con el explicar sino con las personas. Al analizar las condiciones de posibilidad del conocimiento estamos en el marco de la epistemología; pero al transcurrir ese análisis, al hacerlo, al mirarlo, descubrimos que en verdad lo que estamos haciendo no es otra cosa que un análisis de las relaciones humanas. En este sentido, la epistemología es un modo de relación interpersonal, y entonces tiene razón Gregory Bateson cuando dice que hay distintas epistemologías.
Desde el momento en que uno toma el primer camino y se conduce como si tuviera la capacidad de hacer referencia a una realidad independiente, cada vez que se hace una afirmación cognoscitiva, se hace al mismo tiempo una petición de obediencia, se le dice al otro que tiene que hacer lo que uno dice porque uno sabe que la cosa “es” así, no porque uno lo dice. De esta forma, cada vez que nos relacionamos desde el realismo, desde la objetividad sin paréntesis, lo hacemos también a través de exigencias de obediencia. En cambio, al poner la objetividad entre paréntesis y darnos cuenta de que no podemos hacer referencia a algo real independiente de nosotros para validar nuestro explicar, toda afirmación cognoscitiva se transforma en una invitación a participar en un cierto dominio de experiencias.
Las relaciones interpersonales que se ponen en juego son totalmente distintas en uno y en otro caso. Es por esto que digo que el camino explicativo de la objetividad sin paréntesis es el camino de las exigencias de obediencia y de la irresponsabilidad; porque lo que uno hace no se valida desde lo que uno hace, sino desde algo que está fuera de uno mismo. Mientras que el camino de la objetividad entre paréntesis es el camino de las afirmaciones cognoscitivas que nos invitan a participar en un cierto dominio de coherencias experienciales. Y en este camino uno no puede sino ser responsable por lo que hace, pues lo que valida lo que uno dice es lo que uno hace en ese dominio de coherencias experienciales.
– ¿Este segundo camino sería de alguna forma una garantía contra la tendencia hacia la apropiación y el poder que confiere el conocimiento dentro del paradigma de la ciencia actual?
– Ciertamente. Si es que uno lo hace. Pero para hacerlo, de nada vale que alguien nos lo imponga. Debemos ser seducidos por este camino y aceptarlo como nuestro para poder vivirlo. Desde el momento en que uno acepta vivir en el camino explicativo de la objetividad entre paréntesis, uno sabe que no es dueño de la verdad y por lo tanto, sabe que no puede colocarse en el lugar de la exigencia, a menos que se haga cargo de esa exigencia. Uno puede responsablemente exigir al otro que haga lo que uno dice porque uno quiere que el otro haga eso. Este camino conduce a la responsabilidad. Y ya no sirve escudarse en argumentos externos como “quiero que el otro haga esto porque esto es la verdad” o “porque así es la realidad de las cosas”. Esto nos permite asimismo reflexionar sobre el poder. Es interesante cómo desde este camino, al preguntarse por el poder, descubrimos que el poder está en la obediencia.
En el momento en que uno sale del espacio de la exigencia y se coloca en el espacio de la invitación, toda la dinámica del poder desaparece o adquiere un carácter completamente distinto. Las relaciones de poder pasan a ser circunstanciales y ligadas a acuerdos, pero en tanto son acuerdos ya no son relaciones de poder porque no hay obediencia, y aparece la colaboración.
Página /12, Suplemento Futuro
Sábado 27 de Junio de 1992
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