
Por Patricio Segura Ortiz*. Redacción Chile. Pressenza.com
En un mundo normal, ése que ya no existe, el proteccionismo de la producción local vía aumento arancelario -incumplimiento de acuerdos internacionales mediante- no debía venir de la extrema derecha. Por lo menos de aquella neoliberal que habla de libre comercio, libre mercado. En concreto, libre flujo de bienes -y también servicios- sin que un ente superior, como el Estado, imponga cargas o restricciones.
En “El Ladrillo”, aquel documento que los adláteres de Milton Friedman elaboraron para ser puntal de la política económica de la dictadura, los aranceles son llamados “controles del Estado”, al igual que los impuestos. En su ideología, el Estado es un ladrón que no produce riqueza y que mientras más escuálido, mejor. Menos reglas, menos fiscalizaciones, menos burocracia, dicen, es lo que se requiere. ¿No lo cree?: “Los impuestos y las contribuciones son un robo del Estado a la gente de clase media de este país” expresó recientemente la organización de ultraderecha APRA.
Una idea que en los últimos años ha derivado en lo que llaman “permisología”, neologismo vestido de técnica, pero que no es más que ideología pura. Se nos dice que es necesario confiar -sentimiento aspirable, por cierto- en que todo aquél que desarrolle una actividad económica pondrá, en primer lugar, el interés público y no el propio. Mantra que aplican sólo a la actividad económica y productiva, en todo caso, no extrapolable a otras áreas de la vida social, principalmente las relacionadas con la coerción: policías, cárceles, fuerza militar. Ahí no, mientras mayor gasto y aparataje estatal, mucho mejor.
Lo cierto es que, a contrario sensu de Trump, el sueño del arancel cero desde hace rato ronda en Chile. Ya en 2012, durante el primer gobierno de Sebastián Piñera, se planteó la posibilidad de eliminarlos completamente al año 2015. Esto, decía Jorge Desormeaux, esposo de la candidata Evelyn Matthei, ayudaría a «potenciar a Chile como una plataforma para la exportación de manufacturas y servicios, porque todos los insumos ya no pagarán arancel, a lo que se suma la modernización de los puertos y del resto de la infraestructura«.
Hoy sabemos que tal anuncio nunca fue realidad.
El presidente de Estados Unidos representa hoy la contradicción pura de la ultraderecha chilena: cómo conjugar su visión económica neoliberal con su política nacionalista. Ejemplo de este dilema fue la ominosa fotografía de Piñera entregando a Trump una mini bandera chilena inserta en la de Estados Unidos. Es el mismo que cobija, incluso con mayor fuerza, la derecha en Aysén: con mano diestra exige que el Estado decrezca (incluidos sus ingresos), mientras que con la siniestra reclama mayores beneficios y subsidios para el sector privado.
Pero, para ser justos, las medidas que aumentan los gravámenes a las importaciones de Estados Unidos develan dilemas en este lado también. Porque para quienes impulsan más responsabilidad socioambiental local y global, mayores aranceles debieran ser bienvenidos.
Para el planeta, porque mientras más se fomenta el comercio internacional mayores gases de efecto invernadero se generan. Esto, al menos, mientras el transporte no transite del combustible fósil a otro con menores emisiones. Mal que mal, este sector recurre en más de un 90 % a este tipo de energías y aporta entre un 16 y un 25 % de los gases de efecto invernadero globales. Y, se estima que “las emisiones de carbono incorporadas a las exportaciones mundiales en 2018 alcanzaron un volumen de unos 10.000 millones de toneladas de CO2, es decir, algo menos del 30% de las emisiones de carbono mundiales”.
Y para la biodiversidad local, dado que fomentar la producción y consumo comunitario por sobre el de larga distancia tiene múltiples beneficios ambientales. Evita la “importación” de basura, que es en lo que se convierte el empaque y otros elementos de los productos que llegan desde otras latitudes y que sin políticas de reciclaje o reutilización terminan en vertederos o volando, en nuestro caso, por los ventosos campos de Aysén. Sin mencionar los químicos utilizados como preservantes, colorantes, saborizantes en muchos productos alimenticios. Agreguemos en lo positivo que se fomenta la economía, la manufactura y la industria local, empleos incluidos.
Por lo demás, en la noción de “exportación” una variable prácticamente insoslayable es la producción a gran escala, lo cual incentiva la transformación de los ecosistemas en máquinas de producción continua.
Por todo esto, los aranceles de Trump podrían ser considerados una buena noticia para los ecosistemas. Ejemplo de ello es que está demostrado que el aumento arancelario de Trump está afectando la “moda rápida”, responsable del 10 % de las emisiones de gases de efecto invernadero y de poco glamorosos megabasurales en el norte del país.
Sabemos que los motivos del presidente de Estados Unidos no son precisamente cuidar la naturaleza. Y que sus decisiones incluso van mucho más allá de querer impulsar la productividad y manufactura interna, toda vez que las utiliza como mecanismo de presión política e incluso cultural. Lo que no es novedad: los impuestos no se usan sólo para recaudar más, muchas veces también para desincentivar ciertas prácticas, o el consumo de determinados bienes y servicios. O, al contrario, para promocionar otras a base de exenciones.
En días de incertidumbre, los paradigmas también están en la cuerda floja. Y ello no es negativo, necesariamente. Los desafíos humanos y ecológicos planetarios, la irrupción de la inteligencia artificial, e incluso de las nuevas tecnologías de comunicación, requieren nuevas formas de pensar. Eso sí, una que mantenga lo esencial: convivimos como humanidad en un planeta que es nuestra casa común por tanto, junto con las necesidades individuales, el interés colectivo siempre debe ser parte de la ecuación.
*Periodista
PRESSENZA – MedioAmbiente 2025
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