El 20 de julio se cumplen 40 años desde que el hombre dejó su primera huella en la Luna
Cuando Armstrong puso el pie en la Luna habría podido subir la escalera y regresar a la tierra, porque el objetivo de la misión ya se había cumplido
Si la conmemoración de un aniversario sirve para algo es para añadir comprensión popular al acontecimiento que recuerda. Pocas efemérides necesitan mayor comprensión pública que la llegada del hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969. Explicaré por qué…
Toda esta historia en realidad comienza el 4 de octubre de 1957, en el contexto glacial de la Guerra Fría, cuando la Unión Soviética puso en órbita el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik. Este hecho acabó dando lugar a la carrera espacial, es decir, a la confrontación pacífica entre la Unión Soviética y Estados Unidos por mostrar la supremacía de sus respectivos modelos de sociedad a través de los logros en el campo de la astronáutica.
La histérica reacción de la sociedad estadounidense ante el Sputnik (medios de comunicación, la mayoría de los políticos y, como consecuencia, la opinión pública) colocó en primer plano del debate la necesidad de responder al “desafío” soviético. Aunque el presidente norteamericano, un veterano Eisenhower, supo reaccionar con la cabeza fría, de alguna manera se vio arrastrado por el estado de opinión de su país, y a él debemos la creación de la agencia protagonista de esta historia, la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio, mucho más conocida por sus siglas en inglés: NASA.
Pero fue su sucesor en la Casa Blanca, el malogrado y sobrevalorado John F. Kennedy, quien realmente recogió el guante lanzado por los soviéticos, cuando, en un famoso discurso, el 25 de mayo de 1961, estableció la meta de la carrera en una misión: llevar a los primeros astronautas a la Luna y devolverlos sanos y salvos a la Tierra.
Kennedy utilizó el tema espacial para sus propios intereses políticos. Primero durante la famosa campaña electoral de 1960 contra Nixon (la más disputada de la historia del país hasta la primera elección de Bush hijo) y posteriormente cuando estableció el objetivo, pensado para desviar la atención de otros problemas que le acuciaban.
Los primeros años de la carrera contemplaron una espectacular sucesión de éxitos del programa espacial soviético, de la mano de Sergei Pavlovich Korolev, el ingeniero jefe. Así, lograron poner al primer animal en el espacio (la perra Laika), al primer hombre en el espacio (Gagarin), dos hombres a la vez (Nikolayev y Popovich), la primera mujer (Tereshkova), los primeros tres hombres (Komarov, Feoktistov y Yegorov) y dar el primer paseo espacial (Leonov), por citar sólo algunos de los hitos de los orígenes de la carrera espacial. Todo ello tuvo lugar entre noviembre de 1957 y marzo de 1965. O, dicho de otro modo, la edad de oro de la cosmonáutica soviética.
Esta sucesión de primicias creó un estado de opinión en Estados Unidos que llevó a invertir grandes sumas de dinero (sobre todo a partir del citado discurso de Kennedy) en el programa espacial estadounidense, bajo el liderazgo de la NASA y con la inestimable ayuda de Wernher von Braun, el padre del primer misil de la historia (V-2), que tras la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial había sido trasladado por el ejército norteamericano a Estados Unidos para aprovechar sus conocimientos y liderazgo.
El programa espacial americano, a diferencia del soviético (centrado en la espectacularidad propagandística), seguía una lógica que conducía hacia el objetivo marcado por Kennedy, es decir, ser los primeros en pisar la Luna.
Se establecieron sucesivamente los programas espaciales Mercury y Gemini, que pretendían resolver los problemas iniciales de los viajes al espacio: poner un hombre en órbita, probar el seguimiento y control de las naves, estudiar los efectos de una permanencia prolongada en el espacio (como la falta de gravedad), realizar maniobras y acoplamientos de dos naves, llevar a cabo paseos espaciales (actividades extravehiculares, en la jerga de la NASA), etcétera.
Con el programa Gemini, Estados Unidos superó a la URSS en la carrera, un liderazgo que ya no abandonaría hasta el final de la misma. Ese adelantamiento se puede fechar en 1965.
El programa ‘Apollo’
Pero la pieza que faltaba para lograr el objetivo lunar era un tercer programa, el más importante, caro y arriesgado: Apollo. Un programa que comenzó con una tragedia, puesto que, durante unas pruebas rutinarias en tierra (enero de 1967), murieron los tres tripulantes de la que iba a ser una primera misión. Las tres primeras víctimas del programa espacial americano y las únicas en mucho tiempo.
Sin embargo, tras las rectificaciones oportunas, el Apollo 7 (octubre de 1968) fue la primera misión tripulada del programa. A partir de entonces, y en el plazo de nueve meses, se sucedieron otras cuatro misiones, incluyendo la que llevaría a los primeros hombres a nuestro satélite. Apollo 8 fue quizá la misión más emblemática hasta la llegada del hombre a la Luna, puesto que permitió a sus tripulantes dar la vuelta al satélite, contemplar su cara oculta y fotografiar nuestro planeta por primera vez. Una imagen que aún hoy impresiona y que marcó un hito en la conciencia ecológica de la humanidad, quizá porque nos hizo comprender la fragilidad de la vida en la Tierra, una pequeña pelota azulada en la inmensidad del espacio.
Para llegar a la Luna, además de cantidades ingentes de dólares (que fluyeron casi sin restricciones hasta muy avanzada la carrera) se necesitaron algunos otros elementos.
En primer lugar, un vehículo adecuado, en este caso el cohete Saturn V, desarrollado por el genio de la ingeniería Von Braun. Ese cohete sigue siendo, aún hoy, el más potente construido por el hombre. Sus magnitudes son apabullantes: 111 metros, incluyendo la nave espacial; 2.900 toneladas de peso en el momento del lanzamiento y cinco motores en su primera etapa, que consumían más de 8.000 litros por segundo. Se construyeron 30 unidades, con una fiabilidad del 100%, puesto que todos funcionaron sin accidentes graves.
Otro asunto que la NASA tuvo que resolver y cuya solución se mostró esquiva fue el método para llegar a la Luna. Tras muchos debates, se llegó a la solución del “encuentro y acoplamiento en órbita lunar”. Por decirlo de forma sencilla, consistía en enviar a nuestro satélite dos vehículos acoplados que se separarían en su órbita, descendiendo uno de ellos hasta la superficie, mientras el otro continuaba dando vueltas. Una vez cumplida esa parte de la misión, ese mismo habitáculo volvería a la órbita, se acoplaría a la nave nodriza y se separaría de la anterior. La resolución del método era fundamental para el diseño y planificación de gran parte del viaje. La carrera espacial, y la llegada del hombre a la Luna, no se entenderían, como es lógico, sin el factor humano. Es decir, aunque gran parte de lo descubierto con la llegada de hombres a la Luna se podía lograr con máquinas (sondas espaciales), era el glamour de ver a un semejante a 400.000 kilómetros de la Tierra lo que permitió dedicar ingentes recursos a la aventura.
Dura selección
La selección de los primeros astronautas, y de sus sucesivas promociones, fue otro de los factores básicos de esta historia. Los siete primeros, elegidos para el programa Mercury, se convirtieron en héroes nacionales incluso antes de volar por primera vez. Fueron sometidos al entrenamiento más severo conocido hasta entonces, e incluso hay quien dice que las exhaustivas pruebas médicas que tuvieron que padecer respondían en parte a cierta faceta sádica de los médicos que las diseñaron, puesto que no todas eran estrictamente necesarias.
El viaje en sí, aquel que llevaría a Armstrong, Aldrin y Collins a nuestro satélite a bordo del Apollo 11, comenzó en medio de una inusitada expectación (más de un millón de personas se reunieron en el sur de Florida para contemplar el lanzamiento) el 16 de julio de 1969. Toda la misión funcionó tal y como había sido planificada, prácticamente sin ningún incidente. Lanzamiento, inserción en órbita terrestre, encendido de los motores para la trayectoria hacia la Luna y maniobra de colocación del módulo lunar en la posición prevista para el viaje. Tras tres días de viaje, inserción en órbita lunar, transferencia de Armstrong y Aldrin al módulo lunar, separación de éste y comienzo de la maniobra de alunizaje.
Fue durante esta fase del viaje cuando se produjeron los mayores problemas de la misión: el encendido de un piloto de alerta, que luego se descubrió que indicaba una sobrecarga de información del ordenador de a bordo, y la posibilidad de agotar el combustible del vehículo en la búsqueda de un lugar de alunizaje adecuado. Poca cosa para semejante aventura.
Una vez en la Luna, y tras las comprobaciones de rigor, Armstrong sale con su voluminoso traje espacial (unidad de movilidad extravehicular, en la jerga de la NASA) y, tras bajar la escalerilla, del módulo lunar a paso de tortuga, pone el pie en la Luna. En realidad, en ese momento habría podido volver a subir la escalera y regresar a la Tierra, porque el objetivo se había cumplido. Sin embargo, una vez allí estaban previstas una serie de acciones que se cumplieron escrupulosamente: toma de muestras de rocas lunares, experimento para capturar viento solar, etcétera. Y, sobre todo, algo tan anacrónico y fuera de lugar, pero también tan previsible e inevitable, como plantar la bandera de las barras y estrellas. Para ayudarle también se sumó a ese paseo su compañero en el módulo lunar, Edwin Aldrin.
Cumplida la misión en la Luna, comienza el viaje de vuelta. Regreso al módulo lunar, despegue del mismo, viaje hasta la órbita en la que esperaba Collins, acoplamiento de ambas naves, transferencia al módulo de mando y desacoplamiento del módulo lunar, que acabó estrellándose contra la superficie del satélite. A partir de ahí, otros tres días para volver a casa y la gloria eterna de los tres pasajeros.
Tras esta misión histórica, y dentro del programa Apollo, hubo otras seis, desde el Apollo 12 al 17, que llevaron a otros 10 hombres a la superficie lunar, entre noviembre de 1969 y diciembre de 1972, pero cuyo interés popular decayó notoriamente. Solamente el accidente del Apollo 13 y su milagrosa resolución volvieron a captar la atención pública. A mi juicio, ésta fue la misión más exitosa de todo el programa (y quizá de toda la era espacial) puesto que, a pesar de las múltiples dificultades que tuvieron que enfrentar los pasajeros, éstos pudieron regresar sanos y salvos a la Tierra, contra todo pronóstico.
Hasta aquí la historia, contada de la manera más sintética posible. La cuestión ahora es la valoración del fenómeno, algo que ha demostrado ser más esquivo que el viaje en sí, y ya es decir.
Sin duda, los 12 años que van del primer Sputnik al Apollo 11 representan la edad de oro de la astronáutica y su condición de carrera propició un avance exponencial de nuestros conocimientos sobre el mundo que nos rodea. Aparejado a la era espacial vino el desarrollo de los satélites artificiales, sin los cuales nuestra vida sería irreconocible (piense un momento en todo lo que depende de los satélites para su vida cotidiana y se sorprenderá). Sin embargo, se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que casi todo lo que aportó la presencia humana en el espacio se podía haber conseguido sin ella, con máquinas (tal y como ha demostrado la exploración espacial tras el programa Apollo). Nuestros semejantes sólo eran necesarios más allá de la atmósfera para conseguir un respaldo entusiasta de la opinión pública que, a su vez, aflojara los bolsillos de los legisladores estadounidenses.
Y la llegada del hombre a la Luna ha generado otro curioso fenómeno que la conmemoración del aniversario debería servir para desacreditar de una vez por todas: el escepticismo o el descreimiento total sobre tal acontecimiento. Todos hemos oído historias que atribuyen a Hollywood el rodaje en un estudio de las imágenes que contemplaron en directo casi 600 millones de personas. Incluso se dedican a dar razones peregrinas y fácilmente rebatibles sobre por qué fue un montaje. No tengo suficiente espacio aquí para explicar la sinrazón de sus acusaciones, pero pueden encontrar sus acusaciones y la refutación de las mismas en mi libro La carrera espacial. Del Sputnik al Apollo 11.
Finalmente, me sumo con entusiasmo a la afirmación de un crítico del programa espacial americano de los años 60 (Gerard J. De Groot), cuando dice: “Lo que la era espacial ha demostrado es justamente lo difícil que es ir a alguna parte en el espacio. En lugar de expandir los horizontes del hombre, expuso sus límites”. Esta es la verdadera lección de aquellos años y de aquella misión histórica que ahora conmemoramos.