En quince días, el barrio Municipal de Nuevo Alberdi sufrió dos crecidas del Ibarlucea. Podrían evitarse con una sola obra, pero el agua sólo profundiza las precarias condiciones de vida de las 1.200 familias. No hay ninguna señal en el ambiente, cuando se empieza a caminar por Bouchard, desde la ruta 34 hasta el corazón del barrio Municipal en Nuevo Alberdi. A poco de andar, el barro y los mosquitos son elocuentes: por allí pasó la inundación. El sol de los últimos días secó la tierra, pero no disipó la angustia que provocan las nubes negras acumuladas en el cielo. Ni las huellas de la devastación que impone el agua en las economías de subsistencia de las 1.200 familias que viven del cirujeo, las changas y el trabajo en los hornos de ladrillos de la zona.
Y en el centro de salud, la emergencia de gran cantidad de enfermedades respiratorias, infecciones de la piel y accidentes provocados por la crecida del Ibarlucea pone en evidencia la falta de medicamentos. Un cuadro cíclico, que el barrio vivió dos veces en los últimos quince días, y que podría solucionarse con una sola obra: la canalización y ensanchamiento de los canales Ibarlucea y Salvat. Después, vendrán otros problemas, como el avance de una empresa constructora de countries, que empezó a comprar algunas tierras. Pero ahora está la certeza de que habrá una próxima crecida. La vida dividida por las inundaciones.
Mientras tanto, todas las carencias se mixturan en las precarias condiciones de vida. Una almacenera muestra la prueba más contundente de la supervivencia día a día: vende los pañales de a uno, el paquete de yerba está abierto para fraccionarlo hasta el infinito, los fideos, la harina, el aceite, todo se adquiere en pequeñas dosis, las imprescindibles para solucionar la urgencia. «Los vecinos viven del cirujeo, compran lo mínimo indispensable. Tengo todo fraccionado», cuenta la mujer, que agrega: «Con las inundaciones, nos pasamos varios días sin vender nada». Una vez que baja el agua, hay que reorganizar las actividades, y conseguir el peso para el día, pero eso vuelve a llevar tiempo.
En el barrio también hay una zona más alta, donde el agua llega sólo a veces, pero las familias más pobres viven en los márgenes del arroyo, con el corazón en la boca durante la temporada de lluvias. «Antes, cuando estaba en otro barrio, para mí los días de lluvia eran lindos para comer tortas fritas y mirar la televisión. Pero ahora, con las primeras gotas empieza el miedo», resume Ramón Ferreyra, del centro comunitario Buenos Vecinos, diez años en el barrio y once inundaciones. Y eso que su sector sólo se ve afectado en las crecidas más grandes.
Para ellos, hay épocas que se resumen en vivir mirando el cielo. «Cuando escuchamos en la tele que hay alerta meteorológica, empezamos a prender velas a todos los santos», cuenta Alicia, una paraguaya que vive en el barrio desde hace ocho años, cuando había un puñado de casas en una zona declarada «no urbanizable» por la Municipalidad.
Si las plegarias no son atendidas, y el agua cae dos o tres días seguidos, llegan las noches de vigilia. «No dormís tranquilo», resume Ferreyra. A veces, les avisan los otros afectados. «Tenía un vecino que golpeaba las manos y gritaba ‘levántese que viene el agua», relata Alicia. Los hombres, sobre todo, comienzan a levantar los colchones, los apilan para ponerlos a salvo del arroyo. «Tenemos que amontonar a todos los chicos en una cama y empezar a subir todas las cosas para que no las alcance el agua», dice Ferreyra, y Alicia agrega: «La mayoría de las veces, se corta la luz. Estás tres o cuatro días a oscuras, te pasa todo junto».
Las mujeres y los niños se evacuan, lo que les garantiza calefacción, comida caliente y colchones secos durante los días en el batallón 121. «Parece un hotel cinco estrellas», dice Graciela, y sin darse cuenta da una medida de su concepto de confort. Pero los hombres se quedan para cuidar lo poco que tienen. Son varios días sin asistencia alimentaria, al pie de sus precarias viviendas. La luz está enganchada con cables de teléfono, que no tienen buena aislación, así que muchos corren también el riesgo de electrocutarse. Los accidentes están a la orden del día, antes, durante y días después de la inundación. Porque las botas de goma son para los padres de familia, así que los demás caminan por el barro, adentro del agua, expuestos a las cortaduras y otras trampas escondidas en el agua.
Y la vuelta a casa tiene el gusto amargo de la desolación. Para Ramón Funes, otro de los vecinos del centro comunitario, «lo peor es volver, encontrar el barro pegado con la pared. Es cruel», resume con los ojos más que con las palabras. Para Alicia, es la tristeza: «Vos hiciste un esfuerzo para estar bien, y te viene esto de golpe. Después que bajó el agua te quedan las enfermedades, la humedad que no se va enseguida, los bichos adentro de la casa, los muebles arruinados, que no sirven más. Es muy triste».
Desde el centro se ve de otra manera. Para llegar hasta allí, hay que tomar el 107, bajarse en la intersección de bulevar Bouchard y la ruta y caminar, caminar hasta el destino. Las calles hechas hace dos años, con estabilizado, son las principales. Sobre ellas se concentran el Centro Crecer Número 4, la huerta orgánica municipal, el centro de Salud Salvador Mazza y dos centros comunitarios. Pero los profesionales que viven en la zona advierten que la marginalidad crece a medida que te acercás al arroyo. Son familias que vienen desde otras villas, y se instalaron allí. Ahora, la empresa Aldea quiere desocupar esas tierras, para tenerlas listas cuando se termine la canalización. Algunos vecinos no saben cómo reaccionar cuando los desalojan, a cambio de pocos pesos. Y el miedo les indica que se deben ir. Será que las obras están por hacerse.