A fines del siglo XIX, en los bailes que se realizaban en los suburbios de Rosario, la música que se escuchaba era la de órgano mecánicos, cuyos propietarios eran contratados especialmente para esa tarea.
Estos organilleros recorrían las calles de la ciudad a toda hora del día, haciendo oír valses, mazurcas, polkas, y marchas, y a su término, mediante un platillo, recogían las chirolas con que voluntariamente los recompensaba el auditorio.
Años más tarde se agregó al órgano una cotorra en una pequeña jaula y frente a la puerta de ésta, una caja con hojitas de papel de distintos colores. Cada hojita tenía impreso un pronóstico sobre el futuro de alguien y también el número que debía jugar para ganar a la quiniela.
A pedido del interesado, previo pago de 10 centavos, el organillero ordenaba a la cotorra extraer una de las hojitas con su pico.
El contenido de ese papelito que el ave tomaba al azar, y que el organillero entregaba al interesado, éste lo tomaba como su vaticinio personal.