El fácil acceso a Internet hace que situaciones que ayer hubieran sido desesperantes pasen sin pena ni gloria. Un celular inteligente, una tableta o una computadora portátil hacen que, en un clic, la pregunta más insólita tenga respuesta
El fácil acceso a Internet hace que situaciones que ayer hubieran sido desesperantes pasen sin pena ni gloria. Un celular inteligente, una tableta o una computadora portátil hacen que, en un clic, la pregunta más insólita tenga respuesta.
Puede pasar en cualquier gran capital del mundo, en Nueva York, en el DF y en Madrid también. Se baja a las corridas la escalera del subte, que puede ser el metro, el tube o como quiera que se llame a los trenes que corren de una punta a otra de la ciudad bajo la tierra, lejos del sol, repletos de gente que va y viene del trabajo, con cara de nada, anteojos negros de carey, auriculares en la sien, ahí, en medio de la multitud que espera en el andén, asalta la duda, que por un momento es existencial, tanto como aquella de “ser o no ser”, pero más urgente.
Maps: ¿Era la escalera correcta? Sí, esa que se bajó hecho una tromba, sin pensar, sin mirar, rodeado de gente que sabe exactamente qué hace, que sabe a dónde va, y que cuando se deja atrás el último escalón, es un misterio. Es ahí donde hay que tomar el tren que va hacia el downtown o a El Zócalo o a Atocha, que para el viajero que llega por primera vez o por última vez a la ciudad y que anda distraído queriendo no perderse nada y al final lo único que hace es perderse a sí mismo. No queda más remedio que preguntar, al primero que pase, al que esté más a mano.
El hombre, la mujer, el muchacho, que para el caso da lo mismo, es un amor. Se para, hace un esfuerzo para entender la pregunta y cuando lo logra, sonríe y, en lugar de dar una indicación justa, precisa, exacta, en vez de hacer una señal clara y distinta que indique la dirección correcta, no, mete la mano en el bolsillo, saca el celular, que es perfecto, hermoso, veloz, luminoso y, después de escribir con los pulgares y a la velocidad de un rayo el nombre del lugar por el que se le preguntó, alza la pantalla con gesto triunfal y muestra en un mapa el camino.
En lo más profundo de las catacumbas tiene señal de wi-fi o 3G, vaya uno a saber, lo cierto es que en un abrir y cerrar de ojos es capaz de despejar las dudas y hallar el camino correcto. Y es una sorpresa porque unos pocos años atrás perder el rumbo en un lugar extraño era una pesadilla, aún con sentido de orientación, parece más difícil de encontrar que un político honesto.
En la carretera, en la maraña de calles, callecitas, callejones, que se pierden en ese laberinto inextricable en el que se han convertido las ciudades, las invisibles y las otras por supuesto, en medio del tráfico infernal de las horas pico en las que la gente va y viene a sus casas suburbanas, el salvador es el GPS. Nunca pierde la calma, siempre educado, amable, ubicado. Pase lo que pase, aún cuando se haga exactamente lo contrario de lo que aconseje, seguirá siendo tan solícito y paciente como la primera vez.
Como un maestro que le enseña la tabla del nueve a sus alumnos. Adiós al horror de ir al volante en una autopista de cinco carriles, a máxima velocidad, mientras se busca la salida del aeropuerto o el shopping o el hotel. Adiós a la ansiedad, los nervios, la desesperación que se sentía al ver en el espejo retrovisor cómo se pierde en la distancia el desvío tan largamente ansiado y que, por vaya a saber qué azar del destino, se pasó por alto. Nunca más la pregunta sin respuesta: “¿Ahora cómo vuelvo atrás?”. El “recalculando”, en la voz melodiosa de una señorita que se imagina imbatible, borra todo asomo de temor.
Internet cambió el mundo, qué novedad, y también los viajes. No sólo se pueden conseguir ofertas instantáneas, sino además trazar un plan paso a paso. Con un mínimo de destreza y un máximo de paciencia, se puede encontrar exactamente lo que se quiere acá y en Kamtchatka. Hay que calentar la silla, eso sí, buscar ahí donde es fácil y donde no lo es, pero el esfuerzo tiene su premio. Ahí están, en Google Street, la comiquería del Barrio Gótico de Barcelona, la trattoria que sirve tan ricas pastas en Boston y el quiosco cubano que vende tarjetas de teléfono en Miami.
¡Tarjetas de teléfono! Una antigüedad, que ya nadie compra, que ya nadie usa. Antes eran un tesoro, la llave de oro para poder hablar, aunque más no sea un minuto, con la familia, con los amigos, con ese amor que se dejó atrás pero que se lleva en el corazón. Había que saber dónde vendían las más baratas, las que permitían mantener largas conversaciones sin vaciar la cuenta bancaria y jamás, bajo ninguna circunstancia, llamar desde el hotel, salvo, claro, que sea el hijo de Rockefeller y no es el caso. Había que salir a buscar un teléfono público para poder usarlas sin riesgo. Una odisea.
Skype, el chat de Facebook o de Gmail hicieron que estar en contacto sea más fácil, más rápido, más barato. Se puede hablar y hasta verse cara a cara con la gente que uno quiere, no importa si están a la vuela de la esquina o en un coffee shop en Amsterdam. Es más, hoy ya no hace falta hacer cola en un ciber café para usar una computadora con conexión a Internet, con sentarse en un banco o en la vereda frente a un Starbucks se puede aprovechar su conexión libre y revisar los correos, postear en Twitter y hasta poner al tanto a los amigos de las correrías en el extranjero.
No sólo eso, si se tienen dudas sobre si se cargó algún gasto extra en la tarjeta de crédito, basta revisar los movimientos en la banca online o si se quiere seguir minuto a minuto, inclusive escuchar o ver en directo el partido del club de sus amores, basta conectarse con la radio o el canal que transmite el partido. Sentado en una reposera en la playa de Rio de Janeiro o de Miami o de la Costa del Sol se puede seguir el relato afiebrado de Juan Fanara, en La Ocho, del partido de Central o Newell?s como si se estuviera en el patio de casa en Bella Vista.
Lo mejor de todo es que se pueden evitar las colas en el aeropuerto haciendo el webcheck-in. Lo que no se puede es dejar de cargar las valijas, olvidar los documentos y extrañar a la gente que uno quiere y que inevitablemente queda atrás. Lo que es seguro es que, en el camino, uno querrá compartir una anécdota, un recuerdo, un paisaje, una sonrisa, que a veces será una foto y otras un relato breve, brevísimo, acaso de no más de 140 caracteres que, como las viejas diapositivas que se pasaban en aburridísimas reuniones familiares, apenas imitarán la vida. Y en la vida y en los viajes nadie quiere imitaciones, todos quieren originales.
Gratis y al paso siempre es mejor
El muchacho, joven, barba rala, camiseta afuera del pantalón, Vans negras, se acerca al diario que quedó abandonado sobre la mesa del bar. No se lo lleva, ni siquiera lo ojea, no, le apunta con el celular con el gest
o de quien toma una foto, pero no es lo que hace, está escaneando el QR que aparece en la tapa del periódico. Sí, esa pequeña figura geométrica que hoy acompaña los avisos acá, allá y en todas partes y que siempre encierra una sorpresa: un cupón de descuentos, una galería de fotos, el trailer de una película, una receta de cocina. Lo que sea, pero gratis y al paso.
La Capital