Por Felipe Portales. Pressenza.com
Es cierto que a lo largo de la segunda guerra mundial y después de ella hubo varias muestras de agradecimiento de personalidades y organizaciones judías al Vaticano, e incluso al propio Pío XII, por el comportamiento de muchos conventos, seminarios, iglesias, sacerdotes, religiosos y laicos católicos en favor de miles de judíos. Pero ello se ha debido especialmente a la errónea creencia de que dicho comportamiento correspondió en definitiva al propio Vaticano que lo habría estimulado. Es fácil que se haya creado esa confusión dada la naturaleza extremadamente autoritaria y vertical de la estructura de la Iglesia Católica. Pero lo que cuesta captar desde fuera es que dicho verticalismo se expresa en materia de dogmas, supervisión general y sanciones disciplinarias. Pero que –aunque se quisiera- es imposible que un “cuerpo” de centenares de millones de personas distribuidos a lo largo de todo el mundo no sea descentralizado en la gran mayoría de las tomas de decisiones relevantes que se adoptan en terreno en la vida diaria.
Y más todavía cuando hablamos de materias que tocan un aspecto esencial de la identidad cristiana: El ejercicio concreto del amor universal postulado inequívocamente en el Evangelio. Es claro que un obispo, párroco, o director o directora de congregación o de colegio, cuando se trata de salvar vidas humanas, ¡no ha requerido ni requerirá nunca de un “permiso” vaticano para hacerlo! Ni menos los millones de laicos y laicas del planeta.
Es lo que constata muy acertadamente Susan Zuccotti respecto del tema cuando señala: “Defensores de Pío XII invariablemente evocan (…) expresiones de gratitud de judíos después de la guerra, como si el fenómeno por sí mismo fuera una prueba de la veracidad de sus afirmaciones”. Y recalca que sus mismos libros “han demostrado que esa gratitud ha sido puesta en un lugar equivocado” (Under his very Windows. The Vatican and the Holocaust in Italy; Yale University Press, New Haven, 2002; p. 301). Y es lo que también hemos visto reiteradamente en páginas anteriores, a través del silencio público respecto de horrendas atrocidades conocidas e inéditas en la historia de la humanidad; de evasivas; del uso de eufemismos; de la mantención pública de odiosidades y de discriminaciones atávicas; y, en ocasiones, de un fácil contentamiento con explicaciones obviamente auto-exculpatorias de los propios victimarios o de sus representantes.
Y muy certeramente añade la propia Zuccotti de que “el error (en el objeto de la gratitud) se ha basado a menudo en una ignorancia benevolente. Fugitivos protegidos en instituciones de Iglesia no tuvieron modo de conocer porqué se les había permitido entrar. Muchos deben haberse sentido sorprendidos de encontrarse donde estaban. Muchos, también, tenían una noción exagerada de la centralización existente en la Iglesia Católica, y asumían que ningún convento, monasterio, hospital o colegio podría actuar sin previa aprobación papal” (Ibid.).
Además, “algunas monjas, monjes y sacerdotes, quizás avergonzados del silencio papal respecto de uno de los más importantes temas morales del siglo, fueron bastante complacientes, o incluso ávidos de compartir el crédito de su propia dedicación y heroísmo con el Santo Padre. En verdad, para contentar a sus propios subordinados que a veces cuestionaban porque se estaban atestando sus instituciones, poniéndose en peligro ellos mismos, y compartiendo escasas raciones con hombres, mujeres y niños que ni siquiera compartían su propia fe; las cabezas de las casas religiosas de vez en cuando se referían vagamente a una benevolencia papal. Como se ha visto, arzobispos y obispos a veces hicieron lo mismo. Sin embargo, ellos no mencionaron una directiva papal al respecto” (Ibid.; p. 302) Y, por cierto, sería completamente absurdo que eventuales directivas papales en ese sentido ¡estuviesen aún guardadas en los archivos vaticanos sin haberlas querido mostrar todavía, luego de las duras críticas recibidas por décadas! Y, más aún, ¡cuando el Vaticano ha procedido a abrir parcialmente al público documentos de la época!…
También es cierto que luego de haber sufrido tal grado de exterminio no estaban los judíos sobrevivientes como para ser drásticos con la cabeza de una institución cuyas bases en Italia habían seguido en gran parte un curso de acción caritativo, independiente de su cabeza. Como señala Zuccotti: “Los capellanes judíos del ejército Aliado en Italia, el rabino jefe (Elio) Toaff y otros como ellos estaban ansiosos de proteger y preservar la frágil buena voluntad entre judíos y no judíos que parecía emerger de los escombros de la guerra en Italia. ¿Por qué el Papa no había condenado las leyes anti-judías italianas? ¿Por qué había permanecido en silencio respecto de las atrocidades perpetradas contra los judíos en toda Europa? ¿Por qué no había protestado, por lo menos, frente a las deportaciones en la Ciudad Eterna? En ese momento muchos judíos creyeron que esas embarazosas preguntas era mejor no hacerlas, ya que era más importante promover una cicatrización de las heridas y construir puentes para el futuro” (Ibid.; pp. 302-3).
Además, “después de todo, hombres y mujeres de la Iglesia habían ayudado a los judíos en gran número.Y si el Papa no fue el impulsor de sus acciones, al menos era el símbolo de su fe. Al agradecer al Papa, los judíos estaban agradeciendo a la Iglesia y a la gente asociada con aquel” (Ibid.; p. 303). Por otro lado, la labor de apoyo que podía obtenerse del Vaticano iba a ser muy necesaria para reparaciones vitales de los judíos sobrevivientes. Por ejemplo, “la cooperación del Vaticano y del clero secular y regular en recuperar a los niños judíos que habían sido colocados en instituciones de Iglesia a lo largo de Europa durante la guerra” (Ibid.; p. 303). Aunque, como veremos, incluso en esta materia los logros no fueron producto de una actitud positiva de Pío XII…
Por otro lado, es efectivo que el Vaticano propiamente tal en diversas ocasiones acogió como refugiados a judíos en la propia Santa Sede, y no sólo de judíos bautizados. Y también donó recursos económicos para ayudar a organizaciones internacionales judías que desesperadamente los necesitaban. Y prestó sus redes informativas a judíos en la búsqueda de personas desaparecidas por la guerra y la represión en Europa.
Pero estos fueron casos excepcionales y, en general, de ayuda a individuos que así lo pedían. Además, dada la mantención que hemos visto del profundo antisemitismo vaticano durante la guerra, dichos casos nos hablan también de una compleja mezcla de caridad elemental y de sentirse obligado a dar –frente a un mundo que se lo demandaba persistentemente- algunas demostraciones mínimas de buena voluntad.
Quizá el caso más destacado y masivo, en este sentido, fue el apoyo económico brindado por el Vaticano desde 1941 al campo de judíos de Ferramonti, en Calabria al sur de Italia. Allí el gobierno fascista italiano concentró poco más de mil judíos provenientes de Alemania, Polonia y Eslovaquia. El apoyo vaticano fue dirigido en el terreno por el sacerdote capuchino Calliste Lopinot y que, si bien se orientaba formalmente a los judíos bautizados, Lopinot lo extendió a todos (ver John Morley.- Vatican diplomacy an the jews during the Holocaust; Ktav Publishing House, New York, 1980; p. 173).
Y respecto de la intercesión privada en favor de judíos -la pública fue sistemáticamente descartada- lo que se hizo costumbre, como hemos visto, fue “la constante respuesta (del secretario de Estado) de que el Vaticano había hecho, estaba haciendo y continuaría haciendo todo lo posible en favor de los judíos. Y los nuncios y delegados apostólicos a lo largo del mundo fueron instruidos a usar esta u otra respuesta similar al responder las súplicas en favor de los judíos” (Ibid.; p. 203).
PRESSENZA · HUMANISMO
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