Un Estado indolente, un Estado narciso: Caso de Julia Chuñil
Por Redacción Chile. Pressenza.com. Medio Ambiente
La desaparición de la defensora ambiental mapuche Julia Chuñil, ocurrida el 8 de noviembre de 2024, revela una herida persistente: la falta de respuestas efectivas ante la violencia que enfrentan quienes protegen la tierra y el agua. A cincuenta años del inicio de las desapariciones forzadas en Chile, este caso interpela al Estado y a la sociedad sobre los límites del modelo extractivista y la urgencia de construir instituciones capaces de cuidar la vida, la justicia y la memoria viva —principios esenciales del ODS 16: Paz, justicia e instituciones sólidas.
Por: Corporación por los Derechos Humanos Agitar Memorias
1. La urgencia del presente
A cincuenta años del inicio de los secuestros ilegítimos y las desapariciones forzadas como prácticas sistemáticas y generalizadas en Chile, la distancia entre justicia y tiempo vuelve a doler. Hoy, cuando el Estado anuncia un Plan Nacional de Búsqueda, lo hace en un país donde la búsqueda se volvió tardía, casi un gesto simbólico más que una acción reparadora. Las nuevas generaciones escuchan las palabras “memoria” y “derechos humanos”, pero muchas veces sin verlas traducidas en actos concretos ni transformaciones institucionales.
Esa distancia temporal —medio siglo entre el crimen y su reconocimiento— se convierte en una lección amarga: la justicia que llega tarde no educa, no sana, no repara. Por eso, el desafío del presente no es repetir los gestos del pasado, sino aprender de su herida: que ningún Estado democrático puede volver a actuar con lentitud frente a la desaparición de una persona, sea una defensora ambiental mapuche o una mujer cualquiera que lucha por el agua, la tierra o la verdad.
El caso de Julia Chuñil, defensora ambiental mapuche desaparecida el 8 de noviembre de 2024, expone esa misma herida que atraviesa generaciones. Julia no sólo encarna la defensa de un territorio amenazado por el extractivismo, sino también el abandono institucional que permite que una mujer —indígena, pobre, defensora de la naturaleza— desaparezca sin que el Estado despliegue toda su fuerza para encontrarla. Su ausencia, más que un hecho policial, revela una continuidad estructural: la indiferencia estatal frente a las vidas que incomodan al poder económico y político.
2. La violencia antes de la desaparición
Antes de desaparecer, Julia ya habitaba un entorno marcado por la violencia silenciosa: amenazas, hostigamientos y la sensación de asfixia que enfrentan tantas defensoras ambientales en Chile. Las presiones venían de actores empresariales y de autoridades locales que miraban hacia otro lado, naturalizando un clima de miedo que se fue volviendo cotidiano. La vida de Julia era la de muchas mujeres rurales: sostener la vida comunitaria mientras se resiste al despojo.
La cobertura mediática, centrada solo en el hecho de su desaparición, omitió estos antecedentes. Así se instala un relato fragmentado, donde la violencia parece irrumpir de un día para otro, sin causas ni responsabilidades previas. Pero la verdad es otra: Julia desapareció después de años de intentar vivir en paz, en un territorio cada vez más amenazado por proyectos extractivos y por un Estado que protege con celo los intereses económicos, pero no la vida de quienes defienden la tierra.
No se trata solo de denunciar la desprotección, sino de pensar qué tipo de país queremos construir. Un país donde podamos vivir en un espacio libre de amenazas, en una cultura que integre la cosmovisión que pone por delante la naturaleza. Una sociedad que se atreva a dialogar sobre los límites del desarrollo económico y el respeto por un ecosistema que nos da la posibilidad de seguir existiendo, en su esencia más profunda, como seres humanos.
3. Un llamado a revisar los límites del modelo extractivista
La desaparición de una defensora ambiental no es un hecho aislado ni ajeno a los conflictos estructurales que sostienen el modelo de desarrollo chileno. Las vidas que defienden ríos, humedales o territorios costeros —muchas veces mujeres, comunidades indígenas o rurales— son vidas situadas en un frente de disputa donde el extractivismo, la privatización de los recursos naturales y la expansión inmobiliaria tensionan la posibilidad misma de habitar dignamente.
En Chile, la persistencia de un modelo que concibe la naturaleza como mercancía ha debilitado los tejidos comunitarios y profundizado la desigualdad territorial. Los proyectos energéticos, forestales y mineros siguen avanzando en zonas donde el Estado llega tarde o simplemente no llega, permitiendo que la frontera del capital penetre sin diálogo ni consentimiento, invisibilizando a las comunidades que históricamente han habitado esos lugares.
El caso reciente evidencia que los conflictos socioambientales no son simples disputas técnicas, sino expresiones de un desacuerdo más profundo: ¿qué entendemos por desarrollo y a quién beneficia? La falta de políticas efectivas de protección a personas defensoras del medioambiente, junto a una cultura empresarial que prioriza la ganancia por sobre el bien común, instala una sensación de precariedad que atraviesa tanto la vida individual como colectiva.
Hablar de memoria en este contexto es también hablar del presente: de las continuidades entre las violencias del pasado y las formas contemporáneas de silenciamiento. Recordar, aquí, no es un ejercicio conmemorativo sino una práctica ética que interpela —desde la historia reciente— a construir un país capaz de poner límites a la destrucción ambiental y a proteger las voces que defienden el territorio como parte de nuestra memoria viva.
4. Hacia una memoria que cuide la vida
Toda memoria implica una decisión ética: la de no mirar hacia otro lado. Frente a la impunidad simbólica y al olvido institucional, recordar es un acto de cuidado y de resistencia. La desaparición de una defensora ambiental no sólo interpela al Estado y sus instituciones, sino también a la sociedad en su conjunto: ¿cómo protegemos a quienes protegen la vida?
Reconocer el valor de esas vidas y sus luchas exige una transformación cultural profunda. No basta con conmemorar; es necesario asumir que el bienestar común depende de la defensa del entorno natural, de la reparación de los territorios dañados y de la escucha activa a las comunidades que han sostenido por generaciones una relación respetuosa con la tierra.
Construir memoria, en este sentido, es también construir futuro. Un futuro donde la justicia ambiental y social no sean demandas marginales, sino el centro de una convivencia que entienda que sin territorio no hay vida, y sin vida no hay memoria posible.
Redacción Chile
Nota original en: PRESSENZA.COM




