El próximo 13 de agosto tendrán lugar elecciones primarias en Argentina, en las que se dirimirán las candidaturas finales de las distintas fuerzas en pugna de cara a las elecciones generales de octubre.
Por · Rebelión
«¿Qué ves?
¿Qué ves cuando me ves?
Cuando la mentira es la verdad…»
Divididos
Las PASO (acrónimo de primarias abiertas, simultáneas y obligatorias), al par de tomar el pulso político coyuntural, excluirán a aquellos partidos o frentes que no consigan el piso de 1,5% de los votos válidos emitidos en el distrito. Esta modalidad constituye en la práctica una proscripción anticipada de la diversidad, favoreciendo prematuramente la polarización y el voto a fuerzas instaladas o con capacidad económica de instalación en la opinión pública.
El ambiente pre-electoral está caracterizado, como en muchos otros lugares del mundo, por el abismo entre la propaganda y las promesas de las y los distintos candidatos y la dureza de las dificultades cotidianas que afronta la población, que ya sea por un creciente grado de madurez política producto de la experiencia o por una fuerte intuición, descree que la presente contienda en las urnas vaya a mejorar efectivamente sus vidas.
Es a todas luces claro que el modelo y la práctica de la actual democracia, controlada desde el poder económico, mediático y geopolítico, aliados en el sometimiento objetivo y subjetivo de los pueblos a la dictadura del capital, le ha fallado al pueblo en sus justas aspiraciones de equidad y desarrollo humano.
La mayor parte de la ciudadanía argentina está abrumada por el deterioro efectivo de sus condiciones de vida y, pese a ser un pueblo con grandes dotes creativas, hoy no encuentra la forma de “gambetear”[1] un presente asfixiante y encontrar imágenes de futuro que ofrezcan alternativas.
La rabia por el alto costo de la vida y la desazón de encontrarse una vez más con situaciones de estrechez y máximo esfuerzo por sobrevivir, son un marco propicio para un voto de censura a la actual conducción política. Al tratarse de una elección primaria, es decir, todavía no vinculante en cuanto al reparto de cargos, el panorama se presta para hacer escuchar la sorda protesta, por lo que es improbable que la mayoría muestre su apoyo por el actual gobierno, salvo en su núcleo más afín.
A todo esto se suma la proscripción de facto de la principal lideresa política del país, la ex presidenta Cristina Fernández, quien no solo fue víctima del ensañamiento de los medios hegemónicos antipopulares sino también de la persecución del partido judicial, objetivamente aliado con la derecha opositora e incluso de un atentado fallido contra su vida.
Pero la expresión del voto crítico no será unánime. La alianza política opositora, pese a utilizar la palabra “cambio” en su denominación, es el reflejo de un pasado desastroso, en el que se mezclan los repetidos fracasos de las administraciones de la devaluada socialdemocracia radical y el más crudo neoliberalismo, encarnado en los sucesores (o testaferros) del macrismo.
Asimismo, emergen para la ocasión elementos retrógrados de ultraderecha que simulan falsas apariencias de “outsiders” del sistema, cuando lo que pregonan es la profundización a ultranza de sus reglas. Peor aún es la mentira embozada que personifican al enarbolar significados como la “libertad” o el ideario “libertario”, cuando lo que representan es la más descarnada explotación, el recorte de derechos adquiridos y la sumisión total al poder empresarial.
Así las cosas, es posible anticipar, más allá de cualquier encuesta y el rigor hoy más flexible de la asistencia obligada a la compulsa electoral, un alto grado de alejamiento ciudadano de las urnas, que sumado al voto nulo y al voto en blanco (poco usado en Argentina por su aparente inexpresividad) podrían acercarse o incluso superar al caudal de todas las demás opciones.
Los ladrones de la libertad
Habitualmente encaramados en encendidos discursos que asocian al Estado con la corrupción y la ineficiencia burocrática, los autodenominados “libertarios” son los representantes vernáculos de la ideología de la extrema derecha republicana de los Estados Unidos, el sector vinculado al otrora famoso “Tea Party”.
Ese “partido del té”, alude con su nombre a aquel episodio simbólicamente desencadenante de la historia fundacional de los EEUU que tuvo lugar un 16 de Diciembre de 1773, en el que colonos arrojaron en el puerto de Boston un cargamento de té al agua en protesta por una disposición fiscal de la Corona Británica que favorecía a la Compañía de Indias Orientales, en detrimento del contrabando local y de la autonomía económica.
Pero ese movimiento “libertario” no es tan sólo una junta de afiebrados activistas nostálgicos. En 1984, los billonarios y eminentes antiglobalistas David y Charles Koch, dueños del conglomerado de Industrias Koch, fundaron la agrupación “Ciudadanos por una Economía Sana”, un grupo que abogó para ensanchar los privilegios corporativos a través del recorte de impuestos. Ya en 2002 el CSE (Citizens for a Sound Economy) diseñó un sitio web cuyo dominio rezaba “usteaparty.com”. El grupo se dividió al poco tiempo en FreedomWork y Americans for Prosperity, esta última agrupación capitaneada por el propio David Koch, uno de los principales donantes a la campaña de Trump, hasta que aquél falleció en 2019.
De esta manera, la “afrenta” impositiva colonial engarza doscientos años más tarde perfectamente con la aversión al poder central, ligando la libertad a un espíritu contrario a toda injerencia estatal distorsiva de la sacrosanta apropiación individual.
Esa es la cruzada que personifica en Argentina el intencionalmente deslenguado e iracundo Javier Milei, un político cuyo modo agresivo intenta representar el enojo de muchos argentinos respecto de la “casta política”, como suele llamarla, de la cual por otro lado, ya forma parte. Su reciente popularidad la debe no tanto a la situación del país, a sus méritos actorales o a la existente distancia de los representantes del pueblo de sus representados, sino a la profusa difusión que hacen de su persona y discurso los medios concentrados, enfatizando un antiperonismo visceral que tiene al Estado presente, a las organizaciones populares y a los derechos adquiridos por las mayorías como su principal blanco de ataque.
Esta lucha remite a su vez a la disputa que protagonizaron en la década de los años 30’ del siglo pasado, luego de la “Gran Depresión”, los economistas John Maynard Keynes y Friedrich Von Hayek. Keynes defendía una decidida intervención del Estado para la reactivación de la economía destrozada por la explosión especulativa de 1929 mientras que para Hayek, toda interferencia del estado en los mercados, interrumpe y desestimula la libre operación económica de las personas, afectando el dinamismo económico.
Mientras el keynesianismo dominó la escena del capitalismo hasta los años 80’, el neoliberalismo tomó la delantera en las dos décadas posteriores afincado en las ideas de Hayek y de Milton Friedman, éste último trágicamente recordado en América Latina por haber formado en Chicago a los economistas que idearon el plan económico del dictador Pinochet en Chile, que sirvió de salvaje modelo para ser aplicado por los demás gobiernos neoliberales en la región.
Los grupos y personajes variopintos que militan en la internacional derechista pretenden emular al hoy de nuevo candidato Donald Trump o al bolsonarismo, sumando al declamado liberalismo económico – en la actualidad íntimamente emparentado con la evasión y elusión fiscal y la especulación antiproductiva – la contradictoria idea de instalar, a través del mismo Estado el “orden” (es decir la represión) en una sociedad supuestamente distorsionada y caótica.
Estos gestores políticos del saqueo corporativo, no solo colaboran con la supresión de derechos y a continuar esquilmando al pueblo, sino que también roban semánticamente el concepto de libertad, tan caro a las organizaciones de obreros anarquistas terriblemente reprimidas por los conservadores en los albores del siglo XX y a las corrientes existencialistas y humanistas que renovaron la búsqueda de sentido y transformación social luego de la hecatombe de las guerras subsiguientes.
El estado del Estado
La matriz económica de América Latina, más allá de los esfuerzos de industrialización, hoy devenida innovación tecnológica y digital, continúa siendo profundamente primaria. Fruto de una trágica herencia colonial se sigue intentando equilibrar las asimetrías de desarrollo tecnológico, el crónico endeudamiento y la desventaja de depender de una moneda extranjera como el dólar como patrón de intercambio comercial, con la exportación de materia prima, fundamentalmente alimentos y minerales.
La incidencia económica de estos sectores, que no requieren mano de obra extensiva, junto a la concentración del poder económico en la especulación rentista, hace que los pueblos latinoamericanos se debatan entre la precarización, el desempleo y la pobreza más absoluta. Esto convierte en muchos lugares al Estado en el único refugio posible ante la miseria, ya sea como fuente de trabajo o como distribuidor de recursos de subsistencia.
Por otro lado, la lucha política popular por la consecución de derechos ha ido logrando progresivamente avances que se legitiman en constituciones y leyes que, de algún modo, atenúan el poder omnímodo del capital.
Por ambos motivos, la eliminación del Estado – o subsidiariedad, como es llamado eufemísticamente en el modelo neoliberal – equivale en las condiciones actuales de ultracapitalismo a un crimen de lesa humanidad, que mata más lentamente que las dictaduras violentas, pero mata finalmente.
Sin embargo, también es fundamental observar la decadencia de esta institución centralista. Lejos de ser el garante de derechos y oportunidades de la población, el Estado se ha convertido en muchos sitios en una máquina clientelar, que condiciona su protección al apoyo político que la población otorgue a la facción gobernante.
Al mismo tiempo, la forma actual del Estado estimula la dependencia popular de un paternalismo que no se aviene a la idea de la participación directa de la gente en las decisiones. La democracia representativa hoy en la práctica no es ni democrática – por la falta de democracia interna en los partidos y la injerencia del dinero en la proyección pública de los mismos – ni representativa, por la distancia y las influencias que median entre las inquietudes de los representantes y los intereses de los pueblos.
Como ya lo expresara el célebre anarquista ruso Bakunin en su libro “Dios y el Estado” (1871), al señalar que “la creación de estamentos políticos, donde son creadas diferencias de vida respecto al resto de personas, establece que los individuos beneficiarios de estas diferencias busquen perpetuar su posición privilegiada y su poder. Así esto sucederá hasta en los Estados con los dirigentes más democráticos, porque esta diferenciación causada por la acumulación de poder los transformará personalmente.”[2]
¿Otro Estado es posible?
El Estado, visto por los libertarios originales, los anarquistas, era definido como una organización al servicio de la burguesía y por tanto contraria a los intereses de la clase trabajadora, pero sobre todo, una entidad opresora de la libertad individual y la creatividad humana.
Sin embargo, dicha libertad no se constreñía ni edificaba en base al individualismo, como propugnan hoy los falsos libertarios, sino en la ampliación de la libertad colectiva.
Así lo enfatizaba Mikhail Bakunin en la obra ya citada: «No soy verdaderamente libre más que cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. La libertad de otro, lejos de ser un límite o la negación de mi libertad, es al contrario su condición necesaria y su confirmación».
Desde el existencialismo, Sartre sostenía que el ser humano está “condenado” a ser libre. Es la conciencia humana la que con su operar consciente va construyendo la historia y le va confiriendo sentido al mundo, negando toda determinación preexistente. Y al igual que el libertario Bakunin afirmará «Queremos la libertad por la libertad y a través de cada circunstancia particular. Y al querer la libertad descubrimos que ella depende enteramente de la libertad de los demás. Y al querer la libertad descubrimos que depende enteramente de la libertad de los otros, y que la libertad de los otros depende de la nuestra».[3]
En cuanto al Estado actual, si bien surge en paralelo a la determinación revolucionaria de dejar atrás el absolutismo y la arbitrariedad propia de los regímenes monárquicos y coloniales santificados por el poder eclesiástico, el Estado liberal, casi desde su implantación en estas tierras, ha sido utilizado en la práctica por el poder real, constituyéndose en rienda de transmisión de sus intereses.
Del mismo modo, al ejercer la violencia como modo de apuntalar un supuesto consenso social, el Estado deja atrás su faceta más amable para pasar a constituirse en opresor, sobre todo, si coyunturalmente su manejo está en manos de círculos represores.
Por ello, en su obra “Cartas a mis amigos”, el visionario fundador del Humanismo Universalista, Mario Rodríguez Cobos, más conocido por su seudónimo literario Silo, justifica la necesidad de avanzar hacia una profunda transformación fundada en la autogestión: “La organización social requiere un tipo avanzado de coordinación a salvo de toda concentración de poder, sea esta privada o estatal. Cuando se pretende que la privatización de todas las áreas económicas pone a la sociedad a salvo del poder estatal se oculta que el verdadero problema está en el monopolio u oligopolio que traslada el poder de manos estatales a manos de un Paraestado manejado no ya por una minoría burocrática sino por la minoría particular que aumenta el proceso de concentración.”
Y en un espíritu emparentado con los antecesores anarquistas, con un profundo amor por la libertad humana, dirá en “Humanizar la Tierra”: “El punto es que a la progresiva descentralización y disminución del poder estatal debería corresponder el crecimiento del poder del todo social. Aquello que autogeste y supervise solidariamente el pueblo, sin el paternalismo de una facción, será la única garantía de que el grotesco Estado actual no sea reemplazado por el poder sin freno de los mismos intereses que le dieron origen y que luchan hoy por imponer su prescindencia.”
Algo que en el plano político resuena con fuerza en el planteamiento del bolivariano Hugo Chávez con su “Comuna o Nada”, en las prácticas zapatistas de los Caracoles de Buen Gobierno, en la autogestión indígena propia del Buen Vivir, en el Confederalismo Democrático de Rojava en el Kurdistán, en las Asambleas del 15M o en el municipalismo libertario promovido por Murray Bookchin, figura central del Movimiento Verde y antiglobalización en los Estados Unidos de Norteamérica.
De qué manera lograr esa progresiva descentralización del poder hacia la base social, impidiendo que las minorías se apoderen del todo social y condenen a las mayorías a la enajenación y la falta de libertad, es uno de los principales retos de nuestro tiempo.
Una de las principales trabas para alcanzar ese objetivo, más allá de la resistencia del poder establecido, es no poder imaginarlo.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
[1] Expresión futbolística que significa sortear la defensa de un rival mediante una maniobra virtuosa con la pelota.
[2] Citado en el resumen de Wikipedia sobre la obra de Bakunin. https://es.wikipedia.org/wiki/Dios_y_el_Estado
[3] Sartre, Jean-Paul. El existencialismo es un humanismo. Editorial UNAM. 2006