Apartamentos de nueve metros cuadrados, ‘jóvenes’ de 40 años compartiendo piso, trayectos de varias horas para llegar al lugar de trabajo, especulación inmobiliaria…
El futuro de la vivienda vuelve al centro del debate y, con sus altibajos, no parece que vaya a resolverse pronto.
La última vez que entré a vivir a un piso en Barcelona (España), mi casera nos lo entregó, a mis compañeros y a mí, con un polvo extraño y rancio a lo largo de casi todas las esquinas. De aspecto blancuzco, casi invitaba a la aspiración… Lo dejamos ahí dos días, a la espera de la empresa de limpieza que debía acudir a adecentar el apartamento. El lugar costaba sus cuartos. Quisimos ejercer ese derecho natural, ¡incluso genético!, del arrendatario a una vivienda sin uñas de los pies por el suelo y pelos de gato hasta en los enchufes.
A los dos días, la empresa no apareció. Mis camaradas y yo comenzamos a sentir hormigueos inquietantes en las paredes del tímpano. Perdíamos el equilibrio y algo nos martillaba la cabeza. Llamamos a la casera. Burda, ceniza y cretina, nos respondió que se le había pasado, que tenía que encargarse de otras propiedades. Le interrogamos sobre el polvito blanco. “Ah, es insecticida, se me olvidó deciros que lo eché antes de que entraseis”. El quebranto de los nervios sólo fue comparable al instinto asesino que nos invadió a todos. Ni se le pasó por la cabeza que la sustancia, de altísima toxicidad, pudiera hacer añicos nuestro sistema respiratorio con la contundencia de la tuberculosis.
Su absoluta falta de humanidad se entronizaba en que, para ella, éramos ganado numérico. Vacas de las que extraer fortuna. Ignoro si tenía presente la naturaleza de su mal. Pero, como recitaba Lorca, “debajo de las multiplicaciones, hay una gota de sangre de pato; debajo de las divisiones hay una gota de sangre de marinero”, y la vivienda, que para algunos es una máquina expendedora de beneficios, para otros, es donde se reconoce su mundo.
Más allá del particular sadismo indirecto de mi antigua casera, y su particular visión de una casa adecentada, si nos ponemos a hablar sólo de precios, el asunto ya alcanza una importancia notable. Que, en Madrid (España) o Barcelona, una persona deba destinar la mitad, o más, de un sueldo de 1500 euros al alquiler es, como poco, disparatado. No por el sueldo, al que no le vendría mal algunos cientos de más, sino porque el precio se paga por un zulo peor que el de Miguel Ángel Blanco, o que haría babear a Ariel Castro.
Es en la codicia individual donde reside lo dramático de la situación. Cuando alguien da por sentado que con las rentas de varios pisos ya está legitimado a tirarse a la bartola a costa de sangrar a quien en ellos habita, sólo da fe de su falta de empatía. Más a más, si hablamos de esos pisos que se saben destinados, por disposición, espacio o localización, a rentas bajas o medias bajas. En el horizonte pintan bastos para quienes deseen vivir con dignidad y soledad en una urbe de las antes citadas.
Aunque, no sólo en ellas. Según el Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España, en 2008 había en nuestro país 12 comunidades autónomas con una tasa de emancipación de más del 20% en la población de entre 16 y 29 años. Hoy esa cifra asciende a… 0. Sólo cinco comunidades autónomas (Aragón, Madrid, Extremadura, Baleares y Cataluña), alcanzan una tasa de entre el 15% y el 20% de emancipación. Y eso, seguramente, se deba al porcentaje que se debería dedicar al alquiler de un piso por parte de este colectivo, que podemos ampliar hasta los 34 años. Pues por más que, según el Banco Nacional de España, no se debería dedicar más del 35% de la renta del inquilino en la vivienda (los hay que dictamina que el 25%), la media española se sitúa en el 40%, y en comunidades como Madrid, o Cataluña, se supera la friolera del 50%-54%.
Centrando el tiro, vayamos al porcentaje que podría dedicar una persona de entre 25 y 34 años. Con un sueldo medio de 1.239 euros, según el INE, un joven debería dedicar 433 euros al alquiler bajo las recomendaciones del BNE. La realidad, es que dedicaría, en las comunidades autónomas con mayores bolsas de trabajo y oportunidades (sin que esto se traduzca en un clamoroso aumento de sueldo), 644 euros. Una circunstancia bien peliaguda si tenemos en cuenta que, de media, un piso en Madrid o Barcelona ronda los 850 euros, bajando sólo en un par de cientos en el resto de las capitales de provincia.
Dicha situación, fuerza los antónimos de toda emancipación familiar o provoca la inevitable carga de compartir piso. Situaciones que no estimulan, en absoluto, la autonomía, echando leña a las hogueras de la puerilidad y la baja natalidad, entre otras cosas. Nos salva todavía de la distopía habitacional de los centros de las grandes ciudades asiáticas que nuestras urbes no están tan superpobladas. También que la soledad austera de sentimientos todavía no ha infectado, definitivamente, nuestros corazones de tradición helénica y mediterránea. Aún primamos vivir en compañía, aunque sea de perfumadas bolsas de pedos matutinas y baños con desagües más peludos que Chewaka, antes que aceptar vivir en un apartamento de nueve metros cuadrados, como sucede en el centro de Tokio (Japón).
Ahora bien, está claro que la dinámica de la gentrificación va a invadir todas las grandes ciudades, como ya ha sucedido en lugares como Londres (Reino Unido), París (Francia) y Nueva York (EEUU), en los que, no es que se hable de una dificultad para encontrar apartamento, sino de su casi total imposibilidad. A no ser que la Virgencita se haya dejado ver por el alféizar de la venta, bendiciendo los deseos del buscador, cualquiera con un presupuesto inferior a los 1.600 euros se las verá canutas para cazar el mito de un apartamento decente en una zona ‘centro’. O, mejor dicho, no en el extrarradio. Una cifra que compite sólo en 100 euros menos con el salario medio español, que es de 1.714 euros mensuales. Todo bien…
De no intervenir en esta situación, las perspectivas futuras no son muy alentadoras. O se plantean remedios eficaces que piensen en el bienestar ciudadano, antes que en el beneficio, o la desigualdad campará a sus anchas, chula como un cero con cinturón. El universo habitacional es el primer síntoma de la decrepitud. Por eso los vampiros hibernan los días en palacios magníficos, pero cochambrosos en cuidado y calor, mientras el vulgo dormita en casuchas roñosas y escuetas, pero arropadas por una inextinguible lumbre.
La casa traduce el estado del alma. El espacio en el que se vive es la piel que, desollada a placer de las visitas, despacha más verdades sobre uno que el pentotal sódico. Su localización, su tamaño, su origen, por no hablar ya de la máxima: en propiedad o en alquiler. Esas grandes ciudades que se mencionan, a las que debemos sumar las urbes muy turístificadas, no ven su vivienda inaccesible gratuitamente, sino a causa de un flirteo cada vez más acusado con la especulación.
En España, según los últimos datos de la Dirección General del Catastro, son unos 270.000 los titulares de viviendas que cuentan en su haber más de 10 propiedades. Madrid y Barcelona, suman entre las dos unos 54.000, frente a otras provincias como Valencia o Alicante, que no superan los 17.000. Lo cual supone un número considerable de personas que vuelcan sus esfuerzos principalmente al rentismo.
El hándicap del negocio de la vivienda es que es como el del agua; se negocia con un bien necesario. Por poder, podemos prescindir de Coca-Cola, Monster u otras bebidas (¡la cerveza ni tocarla!), pero sin agua perecemos. En cuanto a la vivienda, podemos restringir la segunda casita en la playa, el Airbnb en Londres o el chalé, pero sin un hogar nos vemos empujados a la fría intemperie, al nomadismo forzado y a la insegura exposición, que es lo más parecido a perecer. De ahí que quienes dediquen sus esfuerzos a este tipo de empresas deberían ser conscientes de las consecuencias de sus ganancias potenciales.
Puede que, como dijo Elisa Beni, “los jóvenes de hoy en día no pueden comprarse una casa porque, en lugar de ahorrar como sus abuelos, se lo gastan todo en cerveza”. Lo peligroso de esta frase no es, seguramente, la acusación de que los jóvenes no se puedan comprar una casa porque pimplan más que un camionero alemán en la oktoberfest, sino qué entendemos por ‘jóvenes’. Si la vivienda se le resiste a una juventud de entre 18 y 24 años, la cosa no es terrible.
Es una época en la que se puede jugar habilidosamente en la precariedad, alimentarse de ramen instantáneo, compartir apartamento con otras seis personas, en lo que más parece una comuna de la Familia Arcoíris, que un hogar habitable, o dormir en camas individuales. Lo que resulta, en términos llanos, acojonante, es que el concepto de juventud se pueda extender hasta casi acariciar la cuarentena, cuando no se la incluye. Hablar en los mismos términos habitacionales en vista del alto precio de la vivienda, y las escasas condiciones favorables para una autonomía madura, pasados los 33 años (¡Cristo, ayúdanos!) eso sí es, sin duda, muy grave. El debate está cada vez más al rojo. Propuestas como el bono de ayudas al alquiler parecen ser líneas de participación del Estado que ayudan en esta coyuntura, aunque, desde luego, no la resuelven. Porque zurcir no es lo mismo que parchear, ni curar, lo mismo que inmunizar. Lo que es innegable es como, en la vivienda y la dignidad, el verbo más apropiado siempre es pelear. A la contra, o a favor, todo dependerá de las circunstancias futuras.
Fuente: Retina.