
Por Pedro Pozas Terrados. Pressenza.com
El mundo ha despedido a un líder espiritual que, más allá de su papel como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, dejó una huella imborrable en la defensa de la vida, de la justicia social y de la preservación de nuestro planeta. El Papa Francisco nos ha dejado para siempre, pero su voz, su mensaje y su lucha siguen resonando con fuerza en cada rincón del mundo.
Francisco fue el primer Papa en pronunciarse abiertamente en favor de los movimientos ecologistas, reconociendo la gravedad de la crisis climática y asumiendo como misión espiritual la protección de lo que llamó la «Casa Común»: la Tierra. Su encíclica Laudato Si’, publicada en 2015, no solo fue un documento histórico dentro del Vaticano, sino también una llamada de atención global dirigida a toda la humanidad, independientemente de credos o creencias.
En Laudato Si’, Francisco denunció con valentía la pasividad de los gobiernos, la voracidad de las multinacionales y la destrucción sistemática de los pueblos indígenas, guardianes ancestrales de los ecosistemas más valiosos de la Tierra. Expuso la injusticia ambiental, esa que castiga más duramente a los pobres, a los marginados, a los que menos han contribuido a la degradación planetaria. Con palabras firmes, desenmascaró el modelo económico que considera a la naturaleza un mero recurso explotable y llamó a una conversión ecológica urgente, profunda y transformadora.
Gracias a su liderazgo, se consolidó un movimiento cristiano global de defensa ambiental: los ecologistas católicos. Desde parroquias humildes hasta grandes diócesis, surgieron iniciativas para plantar árboles, limpiar ríos, proteger comunidades vulnerables, y educar a los fieles en la importancia espiritual y moral de cuidar el planeta.
Pero su compromiso no se detuvo ahí. Francisco también fue voz de los refugiados, de los desplazados por las guerras, por el cambio climático o por el hambre. Defendió su derecho a buscar una vida digna, recordándonos que cualquiera de nosotros, en su lugar, habría hecho lo mismo: caminar kilómetros interminables, cruzar mares peligrosos, abandonar todo lo conocido con la esperanza de sobrevivir. Su empatía hacia los migrantes contrastó brutalmente con las políticas inhumanas de muchos gobiernos que levantan muros, fronteras hostiles y discursos de odio.
Ante la creciente escalada bélica, el Papa Francisco se alzó como un profeta de la paz, pidiendo incansablemente el cese de los conflictos, el desarme nuclear y la resolución de las disputas mediante el diálogo. Su voz clamó por la paz incluso cuando fue ignorada o despreciada por quienes ven en la guerra un negocio y en la miseria humana un instrumento de poder.
Lamentablemente, el día de su funeral, una grotesca paradoja se hizo presente. Jefes de Estado, mandatarios y líderes políticos que han contribuido a la devastación ambiental, al desprecio por los refugiados y al sostenimiento de conflictos bélicos, acudieron hipócritamente a rendirle homenaje. Fue un acto de cinismo, una burla silenciosa a la memoria de quien dedicó su vida a denunciar precisamente las injusticias de las que ellos son responsables. Una escena triste y reveladora del doble discurso que domina la política mundial.
A pesar de su enorme valor moral y su influencia internacional, Francisco no pudo completar todas las reformas que soñó para la Iglesia. La resistencia interna de la Curia, profundamente conservadora y temerosa de los cambios, fue un muro constante en su pontificado. Él mismo no dudó en denunciar públicamente la corrupción interna, el afán de poder y la falta de espíritu cristiano dentro de las estructuras vaticanas. Como antes lo hiciera su antecesor, el Papa Benedicto XVI —quien, exhausto, renunció en un acto inédito—, Francisco también enfrentó las sombras enquistadas en el corazón del Vaticano.
Aun así, Francisco logró abrir brechas de luz: impulsó un discurso más inclusivo hacia colectivos tradicionalmente excluidos, abogó por una Iglesia pobre y para los pobres, visibilizó los problemas de género, defendió el papel fundamental de las mujeres en la vida eclesial y civil, y colocó el amor, la compasión y la misericordia en el centro de su mensaje.
Hoy, su legado permanece como un faro. Nos enseñó que la fe no debe ser una cómoda evasión del mundo real, sino un compromiso activo con la justicia, la paz y la vida en todas sus formas. Nos recordó que la Tierra no nos pertenece, que somos sus cuidadores, y que el sufrimiento de cada ser humano clama al cielo.
Que su ejemplo no se diluya entre los homenajes vacíos de quienes nunca escucharon su voz en vida. Que su eco inspire a nuevas generaciones a seguir luchando por un mundo donde la dignidad de todos los seres vivos sea respetada.
Su siembra ha quedado en nosotros. Ha sido un profeta de la Tierra y de los olvidados. Que su eco no se pierda en las cadenas de los ecosistemas del planeta y de la vida.
Pedro Pozas Terrados
PRESSENZA – MedioAmbiente 2025
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