El 12 de setiembre de 2004 quedará grabado en la memoria colectiva como el día en que Ariel Arnaldo Ortega volvió a ser feliz en una cancha. Como el día en que el Burrito se reencontró con la ovación de la gente, con la magia de su fútbol y con su amiga de toda la vida: la pelota. La misma que lo acompañó desde su infancia en los potreros de Libertador General San Martín, en su Jujuy natal, y que lo siguió, a sol y sombra, en sus primeros pasos en Atlético Ledesma con tan sólo 14 años, y también el resto de su carrera. Fue una tarde de primavera en la que el Coloso albergó a 35 mil almas rojinegras que vibraron, gritaron, gozaron y se esperanzaron con las gambetas, los amagues y los quiebres de cintura de Ortega. En definitiva, fue una tarde histórica en que todo Newell’s vivió al compás del Burrito. Por la expectación que despertó en la previa su presencia y por lo que generó dentro de la cancha.
Claro que para que la fiesta fuese completa en el retorno a las canchas argentinas del jujeño faltó que la estructura colectiva del equipo acompañara su evolución, ya que el equipo dirigido por el Tolo estuvo más cerca de perderlo, que de ganarlo, pese a que también pudo hacerlo. Al fin el empate (1-1), aunque parezca escaso, le sirvió para seguir creciendo. En esa búsqueda será imprescindible también que Ortega esté mejor rodeado y que tenga la compañía suficiente como para que su habilidad pueda redundar en los resultos esperados.
Con un marco conmovedor, la primera explosión de la tarde retumbó a las 15.27 cuando por los altoparlantes anunciaron la formación: el Burrito se robó por escándalo todos los aplausos. Cuatro minutos después ingresó el equipo, con Ortega, sexto en la fila, con la camiseta número 7. Después de posar para los fotógrafos, primero saludó tibiamente, pero después se rindió ante la estruendosa ovación que bajó de los cuatro costados. Mientras, cada uno de sus movimientos precompetitivos fueron seguidos, como su sombra, por una nube de reporteros gráficos y camarógrafos, al tiempo que los plateístas de la vieja visera lo seguían con su mirada, parados desde sus lugares, asombrados -casi incrédulos- y con admiración, disfrutando del hecho de verlo con la camiseta soñada, aunque algunos también con un poco de esceptisismo por su larga ausencia de las canchas.
Pero bastaron pocos minutos para que el descrédito fuera quedando de lado y la desconfianza le dejase lugar a la ilusión. La primera muestra la entregó al minuto, cuando desparramó a Diego Cocca, o el quiebre de cintura y concierto de amagues con que les hizo un nudo a Tavio y San Martín, que generó los «oleeés…» iniciales de la tribuna. Fue partícipe en el empate de Scocco y la gente se rompió las manos para aplaudir cuando enganchó para acá, para allá en el borde del área, y terminó generando un córner.
Fuente: diario La Capital