Por primera vez una publicación surgida de la academia, la revista “Riel”, lee la obra narrativa de Fontanarrosa y lo saca de los moldes del costumbrismo y el humor.
Ensayo
Riel (Revista de Investigación y Estudios Literarios)
Número 3
Literatura local,
Fontanarrosa, narrativa
Rosario, 2005
127 páginas
$ 7
Roberto Fontanarrosa no necesita de una revista para tener público. Pero podría decirse que hasta la aparición de Riel número 3 no se había hecho pública una exhaustiva lectura de su obra como narrador, no ya para incorporar sus textos al muchas veces caprichoso sistema de la academia, como para explorar la escritura de uno de los autores más populares de los últimos tiempos.
La Revista de Investigación y Estudios Literarios (Riel), editada por Diego Giordano, Matías Píccolo y Luciana Porchietto, entre otros colaboradores que participan del equipo de redacción, dedicó su primer número, a principios del año pasado, a algunos de los escritores marginales de la Generación del 80, entre ellos Eduardo Gutiérrez, Fray Mocho, Roberto J. Payró y Eduardo Holmberg. En todos era visible la marca de lo popular, tanto en sus temas y su formación, como en el tratamiento de los materiales. El segundo número, de mediados del 2004, abordó la novela rosarina y sus redactores leyeron, clasificaron y encuestaron a escritores, críticos y editores locales. En este último ejemplar “Rosario parece seguir siendo la plataforma desde donde pensar el hecho literario”, según señala una anotación de los editores que agrega: “Intervenir sobre un hecho estético inmediato implica, además, la puesta en abismo de nuestras certezas teóricas, las cuales, entonces, sólo así consiguen ser revitalizadas y puestas en práctica”.
Dividida en una introducción, dos módulos (“Literatura popular, cultura del entretenimiento” y “Modos de la eficacia”), un apéndice (“Figura de escritor”), entrevistas a Fontanarrosa y su editor, Daniel Divinsky; más una coda con opiniones de escritores rosarinos como Jorge Barquero, Elvio Gandolfo, Osvaldo Aguirre, Beatriz Vignoli y Eduardo D’Anna, Riel se corre de entrada de las calificaciones de “costumbrismo” y “humorista” con las que, incluso, otros intelectuales han tanteado el elogio a Fontanarrosa.
“El año pasado –reza una anotación de los editores de Riel–, el suplemento Radar del Página/12 publicó las “Palabras iniciales” de Usted no me lo va a creer. Allí, se puede decir, y ya intentando capturar en alguna medida el caso Fontanarrosa, se termina de construir una figura de escritor que, sin pedir permiso, con el ímpetu irreverente de su retórica y la evidencia ineluctable de su obra, se instala en la escena literaria nacional. Su presencia en las letras es, sin embargo, tangencial. (…) La sintaxis de Fontanarrosa tiene una potencia descriptiva exhaustiva, sin dejar de lado cuidadas sutilezas estilísticas. El lenguaje está trabajado con destreza. Las voces que construyen los relatos dejan oír el murmullo de lo real. Y para que un cuento resulte creíble, para que el lector quede suspendido en los vértices de la peripecia, hace falta, precisamente, un agudo trabajo literario (…). Cada cuento de sus colecciones, como así también sus novelas, nos trasladan como lectores a un tiempo y a un espacio creados sólo a fuerza de palabra”.
Pese a que César Aira, en uno de sus ansayos, la emprende contra la novela argentina y entre sus best-sellers menciona a Fontanarrosa, son las mismas herramientas teóricas de Aira las que los editores de Riel eligen para escrutar el “caso”: “la escritura de Fontanrrosa es, como dice Aira, un acto de amor. Hay un goce con el decir, un relato que avanza sin dar tregua y un lenguaje que todo el tiempo embiste contra sus propias limitaciones, ganando la partida. El tormento del acto de escritura, esto es, adecuar la palabra a la cosa, en Fontanarrosa es dichoso juego dado a la invención, es tránsito entretenido desde suelo cotidiano hasta la creación extraordinaria. Un universo donde casi todo es posible, y si no es posible, al menos, puede ser narrable”.
Sobre la elección del autor de El mundo ha vivido equivocado, o Best Seller, como objeto de estudio, los editores señalan: “La obra de Roberto Fontanarrosa se presentaba como una materia rica para el estudio de «la cuestión literaria», y también para el debate sobre los alcances de esa literatura, su lugar en el mapa de las letras argentinas, su paulatina legitimación. La participación de Fontanarrosa en el III Congreso de la Lengua confirmó las presunciones (…).
En sus libros, cuyo número de cuentos es siempre superior a veinte, no se establece, nunca, una unidad de lugar que permita el trazado de coordenadas geográficas o culturales, como sí ocurre, por dar dos ejemplos, en Rulfo (El llano en llamas, 1953) o Saer (Palo y hueso, 1965). Si bien muchos de sus cuentos transcurren en lugares concretos de la ciudad de Rosario, se trata de un segmento muy claro y definido, material de una posible antología. Lo decisivo aquí es que su estilo se define a partir de su capacidad de adaptación. La acción puede transcurrir en los Estados Unidos, en el Lejano Oriente, en una casa de barrio Echesortu, en la Europa de la Segunda Guerra Mundial o en la Rusia soviética. Y cada una de estas secuencias narrativas tendrá no sólo su tema y vocabulario sino también su armado y su tono, su diseño textual específico, tamizado por la perspectiva paródica: Fontanarrosa recicla la literatura que él lee y la devuelve cargada de humor”.
Testimonios. Con tres preguntas (¿cuáles son a su juicio las características de la obra narrativa de Fontanarrosa?, ¿qué lugar ocupa dentro del sistema de las letras argentinas? y ¿qué relatos seleccionaría?), Riel consultó a varios escritores y críticos cuyas respuestas dialogan con las lecturas de la revista.
Las palabras de Jorge Barquero (ganador del Musto 2004 por Sabihondos y suicidas) merecen leerse como un relato y dicen: “Mi juicio, debo aclarar, semejará a un elefante dando una clase de Zoología. Puestos entonces, a que ya no tengan nada que perdonarme, digo: en la prosa de Fontanarrosa no hay descripciones (no las necesita, las dibuja el lector); no hay mensajes (para ello existe el correo); ni legado artístico (es joven aún para narrar su testamento). Fontanarrosa, en parodias costumbristas, detalla y enfatiza lo paródico del sub-género humano; y parece ser que lo hace reflexionando en voz alta. De tal manera, ejerce la jefería del humor sin más (risa, sonrisa, carcajada). Pero esta respuesta suena mezquina –y lo es– a consecuencia de haberme asomado a la siguiente pregunta e intuir que ambas respuestas –la primera sin completar– se interesan. (…) En un país en el que Osvaldo Soriano hace cola en la puerta detrás de Graham Greene, Paulo Coelho se prueba en rectoría la cuadripléjica gorra negra de la academia, en ese país todo es posible. Puede que sí, puede que no, dijo mi abuela y tuvo once hijos. En todo caso a Fontanarrosa no le preocupa su lugar en la grilla ni le quita el sueño no pasar de la escalinata.
¿A qué encasillarlo? De ponerme serio, diría que el Negro se adelantó a su peculiar propedéutica. De ponerme sano, diría que el humor de Fontanarrosa está prefigurado en su perro Mendieta: noble, franco y sin casilla”.
Elvio Gandolfo, por su parte, dispara hacia verios wines: “Fontanarrosa probó por primera vez la prosa en Los trenes matan a los autos, un libro que sacó en Rosario un sello de su amigo Juan Martini, hace muchos años: eran las parodias que podían esperarse de un gran humorista. Probó después suerte con la novela: Best-Seller, El área 18, La gansada, que tenían sobre todo grandes pegadas parciales (las escenas de los Naranjales del Monte Camorta o la explosión de una botella de yogur en un bolsillo después de una gran tensión erótica en Best-Seller, y la infinita salida violenta del túnel en El área 18). (…) Su capacidad de producción es también firme y asombrosa: se ve que inventó el «libro de Fontanarrosa» para tener un contenedor tan reconocible y acotado como una tira o un chiste diario o una página semanal de Inodoro, y librarse de absurdas dudas y vacilaciones: va metiendo textos, lo llena y se lo lleva a Daniel Divinsky, que lo publica. La gran diferencia es que cuando uno enhebra los cuentos excepcionales y los excelentes, aparece una sobrecarga de literatura fuera de lo común en casi cualquier autor argentino de textos cortos, salvo Borges. (…) No tengo la menor idea de qué es «el sistema de las letras argentinas», denominación que sólo suele representar algo con cierto perímetro definido en las aulas o cátedras universitarias de literatura. Pero dicho perímetro suele variar espectacularmente según el jefe de cátedra, de un aula a otra, o según la pasión clasificadora de algún grupo de alumnos que funda una revista o «un grupo teórico», etcétera.
Incluso en los así llamados «medios gráficos» el «sistema literario argentino» es una figura de lenguaje sólo presente en el cerebro de quienes provienen de esas cátedras o profesorados de literatura. (…) Claro, los libros se acumulan, sale una selección de sus cuentos en España, a Riel se le ocurre hacer un número monográfico, y todo corre peligro.
“Por desgracia –sigue Gandolfo– tengo los «libros de Fontanarrosa» fraccionados en dos bibliotecas: una en Buenos Aires, otra aquí en Montevideo. Si me acuerdo de memoria, eligiría «El mundo ha vivido equivocado», «El tío Enrique» (aquel de los témpanos que bajan por el Paraná en las primeras líneas); el del futbolista que va a buscar la pelota en un yuyal y encuentra un muerto; el de la vieja que se está por morir y viene la amiga a pedirle (casi robarle) un vestido, y la vieja moribunda decide seguir viviendo, para que la otra no se salga con la suya. (…) En varios de sus mejores cuentos Fontanarrosa suele ser un disolvedor de la realidad aparente tan eficaz como Borges o Philip K. Dick, aunque para decirlo en jerga presente, «desde otro lugar». (…) Por otra parte, para quien a veces narra, como yo, Fontanarrosa es una consultoría mental importante (lo mismo le ha pasado alguna vez a Fogwill). Recuerdo que en Boomerang tenía cierto miedo a la ridiculez en un capítulo que ocurría en Punta del Este. De pronto sentí la mano de Fontanarrosa apoyada en el hombro, diciéndome: «Y dale… Total, si no te sale lo sacás».”
Para Osvaldo Aguirre, escritor, periodista, crítico y autor de una obra poética particular y deslumbrante, “Fontanarrosa es un consumado parodista, de lo que en sus primeros libros hay excelentes ejemplos. Pero más tarde el núcleo de su obra se va desplazando hacia la captación del lenguaje coloquial, los cuentos desarrollados como diálogos, algo en lo que muestra un oído sutil, igualmente notable. Basta pensar en su escritor de aforismos, Ernesto Esteban Etchenique, o en su incorporación de textos «desconocidos» en la literatura, como el lenguaje del periodismo deportivo, un lenguaje cargado de estereotipos que parece hecho a medida para la parodia de Fontanarrosa. A veces, cuando leo algunas notas en las páginas de deportes de los diarios –escribe Aguirre–, pienso que son como parodias involuntarias, textos que podrían haber sido escritos por Fontanarrosa. De igual manera, cuando leo aforismos me suelo reír mucho, porque me parecen escritos por Etchenique. (…) Los libros de Fontanarrosa no suelen ser objeto de reseñas bibliográficas. No sé si estarán en algún programa de la facultad. Al mismo tiempo goza del reconocimiento de un público amplio, lo que se verifica en la extraordinaria repercusión de sus libros. Pero Fontanarrosa suele ser presentado como humorista; es indudable que la importancia de su obra como humorista incide en buena medida en que no sea señalado como escritor. Es también una figura pública; eso influye en que no se visualice su importancia como escritor. Por otra parte, a veces, cuando se lo señala como escritor, se lo reduce al lugar de un autor costumbrista o humorístico: se niega solapadamente su valor literario, sus cualidades de narrador, que son extraordinarias y que superan largamente a las de muchos autores canonizados. Y el propio Fontanarrosa tampoco colabora, ya que cuando se lo entrevista suele desmerecer su valor como escritor”.
Fuente: diario El Ciudadano & la región – Foto: Marcelo Manera