Mañana cumple 43 años y comienza a rodar, en Rosario, ¿De quién es el portaligas?, una película de enredos en la que plantea la necesidad de incorporar el absurdo a la mirada cotidiana de las cosas. También está a punto de grabar un nuevo disco.
El artista en las vías de la estación de trenes Rosario Central, cerca del río. ‘Yo soy de acá. Y siempre está bueno volver’, dice Páez en su ciudad natal. |
Páez en el bar Palito y Carambola, en Rosario, una de las posibles locaciones de la película de enredos que comienza a rodar mañana. |
Con el equipo de producción de ¿De quién es el portaligas? |
Páez junto al río. |
ROSARIO, Santa Fe.– Calle San Lorenzo, cuatro de la tarde, un bar.
–Toda familia es siniestra.
La frase le viene a la memoria cuando se dispone a contar que su próxima película tratará sobre la familia, el paso del tiempo y el absurdo en la vida de las personas.
–Algo así decía Lacan, ¿no? Que toda familia es siniestra. Yo pienso que no siempre es así. Que en una familia pasa de todo, y que está bueno contarlo.
Hace tiempo que Fito Páez dejó de creer en un mundo de bonhomías. El aprendizaje que ha sumado en los 43 años que cumplirá mañana le indica que no siempre todo funciona como queremos.
–En la vida pasan cosas terribles, pero se puede vivir con ellas. Se puede seguir conectado con una fuerza vital que te permita crear y generar nuevos vínculos, siempre que descubras, en la tragedia humana, el absurdo y la risa.
La vida absurda, con heridas y risas, empezó para Páez en esta ciudad donde por estos días la gente lo saluda en las veredas: «¡Fito, volviste!», dicen las vecinas, felices de que uno de sus hijos pródigos haya elegido esta ciudad para rodar una película.
–Usted arrancó la vida con una familia poco convencional…
–Mi madre falleció cuando yo tenía 8 meses. Eso ya es extraño y ha sido una marca. Pero a todo el mundo le pasa de todo y, a pesar de lo traumático de los vínculos, siempre hay algo en lo que se disfruta y se goza.
–¿Qué es para usted una familia?
–Un grupo de gente que atraviesa el tiempo. Llamale a eso parejas, amigos, hijos, padres, madres, tíos, abuelos.
–¿Por qué tiene tanto interés por las cuestiones vinculares?
–Porque en la pasión de los vínculos nos descubrimos como personas. Al menos yo, encuentro que hay cosas mucho más importantes que lo que pensamos del otro y que lo que el otro piensa de nosotros. Si hay algo auténtico y fuerte, los vínculos sobreviven, siempre que exista esa mirada ligada al absurdo en la cual no todo es tan importante. En el sentido de decir: «Bueno, podemos convivir con esto o con aquello, y la vida no está tan mal así».
–¿Quiere decir que con los años se aprende una suerte de resignación?
–Una vez leí una frase muy hermosa de Gilberto Gil. Se había muerto su hijo Pedro en un accidente, en Río, y él volvía después de estar encerrado en su duelo. Dijo que había aprendido la resignación. Gilberto, el chamán maravilloso, siempre hallando algo hermoso donde se supone que no lo hay. Me siento cercano a esa idea.
–¿Los hijos cambian la manera de ver las cosas?
–Los hijos cambian muchas cosas. Trato de pasar con ellos (Martín, de su matrimonio con Cecilia Roth, y Margarita, de su actual mujer, Romina Ricci) todo el tiempo que puedo. Pero además de los hijos, con los años hay algo de tu espíritu que empieza a aparecer, algo esencial, como el sentir cierta liviandad. Entender que la tragedia es parte del disparate humano. Además, con los años se te va esa cosa narcisista del «yo, yo y nada más que yo». Los hijos te quitan esa boludez.
-¿De quién es el portaligas?
El título de la película suena burbujeante y psicodélico, «como el cartel de un teatro de revista», dice Páez. Se le ocurrió hace dos años, cuando empezaba a coquetear con la idea de filmar una nueva historia. Se le impuso, recuerda, igual que los títulos de algunos de sus discos, como Del 63, El amor después del amor o Ciudad de pobres corazones. Filmar en Rosario fue una idea de Jorge Ferrari, que tendrá a su cargo la dirección de arte.
–Yo soy de acá. Siempre está bueno volver.
Eso dice Páez en la estación de tren Rosario Central. Lo repite en el viejo bar Palito y Carambola, en un pub más bien fashion que mira al río y en el hotel donde tiene ahora su centro de operaciones desde hace más de un mes. Mañana celebrará su cumpleaños rodando las primeras escenas de ¿De quién es el portaligas?. Los roles protagónicos serán femeninos (Romina Ricci, Julieta Cardinali y Leonora Balcarce), y Páez se dará el gusto de que otro rosarino, Roberto Fontanarrosa, interprete a uno de los personajes.
–Más allá de la película, y de ese título que tiene que ver con las mujeres, usted siempre muestra cierta fascinación por la lógica femenina. ¿Qué es lo que lo atrae?
–Querrás decir: la ilógica femenina. Es un asunto complejo, y las generalizaciones siempre son incómodas. Hay muchos tipos de mujeres. Susan Sontag o Beatriz Sarlo son ejemplos de mujeres brillantes, inteligentísimas y, a la vez, muy distintas de otras. Debo reconocer que tengo una atracción por la forma de sentir que tienen las mujeres. Hay algo más irracional en ellas, mucho más que en los hombres. Me ha pasado con las mujeres con las que he vivido: tienen una valentía que no sé si los hombres tenemos. Y me fascina cómo son. Con los hombres me aburro un poco más.
–¿No sale con hombres?
–Por supuesto que tengo mi noche de amigos, mi noche de hombres. La necesito. Pero las mujeres desacralizan todo, mientras que los hombres somos un poco más hinchas con eso. Si bien yo viví rodeado de mujeres que me han dado ese humor, soy hombre y tengo todo eso de hombre, que por otro lado es la parte mía que menos me interesa. Me gusta el guiño femenino, el de las dos amigas que entran en una habitación, se miran y en apenas un segundo saben lo que está pasando.
–¿Siempre estuvo rodeado de mujeres fuertes?
–Sí. Desde mi tía Charito hasta mi abuela, mi tía abuela, las madres putativas que he tenido, mis parejas… Me siento cómodo con las mujeres, no tengo manera de explicarlo, pero a la hora de escribir me hacen todo más sencillo. De todos modos, también me encanta la figura de Humphrey Bogart, los hombres de John Ford o los matones de Borges. Esos tipos me interesan, pero por ahora estoy con las chicas.
Además de ocuparse de «las chicas» de su película, en octubre sacará disco nuevo (ver recuadro). En ese punto, el de la música, algo lo inquieta:
–Como dijo Litto Nebbia, se está haciendo un montón de música extraordinaria que no conocemos. Fijate la música de Coki (Debernardis), de (Carlos) Vandera, de Gonzalo Aloras. La están haciendo acá, en Rosario, y no la conoce nadie. No está en los medios, no está en la radio.
–¿Se modificó el mapa de la música popular en los últimos años?
–El ingreso de ciertos productores, de los multimedias ligados a la producción, ha tenido una influencia brutal en los lenguajes más contemporáneos, más actuales. Se ha tratado de pasteurizar todo, de latinoamericanizar todo, de eliminar las especificidades de cada lugar, de cada barrio. Yo creo que tengo un pensamiento sencillo en este aspecto: la música se compone de tres elementos muy básicos, que son la melodía, el ritmo y la armonía. Y lo que veo es que la forma combinatoria de esos elementos, aquí, en nuestro «barrio», se ha empobrecido mucho. Vos escuchás las canciones de Agustín Lara, de Chabuca Granda, de Simón Díaz, los textos, las ideas, los arreglos… Cómo los tipos pensaban eso. En la Argentina tenemos un legado increíble, desde los cantos de los indígenas hasta el tango, el Cuchi (Leguizamón), (Raúl) Barboza…
–¿Por qué nos empobrecimos?
–En los 90, hay algo ligado a la puesta en funcionamiento del menemismo. Allí se empezó a notar muy claramente que la pauperización creaba efectos en la estética de la música popular. Todo se podía bastardear: «Bueno, no importa, hagámoslo así nomás, está todo bien, y no importa lo que nos precedió». En ese sentido, la Argentina tiene casi una maldición: las generaciones nuevas no se sienten insertas en ninguna tradición anterior. Eso genera un conflicto, porque si de entrada querés matar a tu padre, si cada generación va a desentenderse de lo que pasó anteriormente…
Por la crianza musical que he tenido, siempre tuve una formación integradora: se escuchaban los discos de Mercedes Sosa, la cantata sudamericana, la misa criolla, los discos de Monk, João Gilberto, Jobim, Buarque, Debussy, Ravel. Eramos una familia de clase media; no teníamos poder adquisitivo; mi padre compraba todo en cuotas. Esta información estaba dando vueltas todo el tiempo, y eso es de una riqueza maravillosa. Me da la sensación de que el tiempo ha ido desarmando esa trama estética en la Argentina. Las melodías desaparecieron y las rítmicas se pusieron cada vez más chatas. Y eso es algo que llama la atención, porque hasta los 90 no había habido una crisis autoral e interpretativa.
–Sin embargo, hay mucha gente haciendo música.
–Ojo: también pienso que todos los que hacen música lo hacen de manera noble. Pero al mismo tiempo hay cierta responsabilidad en las bandas convocantes de revisar un poco qué pasa ahí. No podemos ser «fieritas», hablar de lo que nos pasa a nosotros, y ya está. Ponerse del lado del piquete es fácil, pero yo invito a tener una mirada un poco más abarcadora, donde eso también conviva con otras cosas, que son más refinadas. Todo tiene una verdad, todo puede convivir. Los fieritas, con Salgán. García, con los grupos más radicales. No quiero decir que yo sea un adalid de nada, ni que tenga una mirada superior, pero me gustaría vivir en un lugar donde podamos integrar un poco más. Y si hay que quedarse un rato más sacando los acordes de Spinetta, saquémoslos porque están buenísimos, te abren la cabeza y podés mirar tu música desde otro lugar. Qué sé yo… un país donde conviva la poesía moderna del Indio Solari con la armonía spinettiana, y donde no haya que pelearse porque la gente siente diferente.
–¿Es una cuestión de ideologías?
–Ningún artista tiene un trasfondo ideológico que supere sus formas. Podemos hablar años de lo que piensa cada uno de nosotros, pero en la forma está tu espíritu. Y en la experimentación de esa forma. Yo no puedo escuchar a nadie que diga que no quiere tocar la guitarra porque no se quiere intoxicar de información. Me parece que está mal, que no podés negarte a todo lo que te puede brindar un instrumento, a la cantidad de recursos que te puede brindar conocer música. Es todo para enriquecer; no para empobrecer. La música no precisa de ninguno de nosotros para seguir existiendo.
–¿Qué le gustaría?
–Un artista argentino menos narcisista, más integrador, más conectado con otras realidades. Acá seguimos siendo mezquinos. O la revisa Gente o Punto de Vista. Por supuesto que me interesa más el punto de vista de Punto de Vista, pero…. Lo tengo que decir sin pudor: yo puedo disfrutar de una obra de Gerardo Gandini y de Ataque 77. Me gustan las dos cosas, encuentro que las dos tienen cosas genuinas. Claro, son expresiones de momentos diferentes de la Argentina, pero no voy a perder de vista la riqueza musical que tenemos.
–¿Hay algo más que le preocupe del panorama musical actual?
–Que exista un público cautivo de los medios, de esa música generada desde los medios, desde Operación Triunfo en conexión con las multinacionales. Y de otros productos más livianos, donde se mezcla el reggae con la salsa, algo que no tiene tradición.
–Hablando de tradiciones, a usted se lo criticó hace algunos años porque cambió ciertos hábitos supuestamente «rockeros». Para decirlo de otro modo: porque se puso un traje de Armani.
–A mí, la verdad, las cosas que me preocupan son otras. Ponerte un traje, quitártelo, no cambia nada. Me acuerdo de una tapa de El Porteño que decía algo así como: «Fito Páez y la traición». Les preguntaban a varias personas de la cultura sobre la traición que yo había cometido. Una idea delirante que, de hecho, fue una idea instalada. Pero, ¿sabés qué? Las canciones se defienden solas, el tiempo hace su trabajo silencioso y yo no estoy para dar pelea de ningún tipo. Sigo muy concentrado en lo que tengo que hacer, en las personas que quiero; intento hacerlo lo mejor que puedo y lo mejor que quiero.
–En cuanto a los cambios, ¿qué opina de esa seguidilla de personas conocidas que han aparecido en los medios, contando que abandonaron las drogas por una vida mejor?
–En Estados Unidos, hay una industria de los «arrepentidos» que genera mucha guita. Pero los arrepentidos me parecen un plomazo. Sé que hay algo mítico en el tipo que vuelve de la oscuridad, pero a mí me parece una mentira para giles.
–¿Porque de la oscuridad no se vuelve o porque no es algo que haya que contar?
–Yo nunca volví de ningún lado. Yo voy a los lados. Además, si estás muy pasado de drogas, es un tema tuyo. Algo que tenés que resolver vos, en tu intimidad, y que no tiene que ser un valor en sí mismo.
–¿Qué aprendió, además del absurdo y la liviandad, en estos últimos años?
–Nuevas formas de tocar el piano. El viejo (Gerardo) Gandini me abrió mucho la cabeza. Aprendí a cantar con secciones de cuerdas, con quintetos, con nonetos, con la Camerata Bariloche, con un grupo de rock, en trío, en dúo, en cuarteto. Todo eso es maravilloso.
–¿Hubo muchas crisis antes de este momento de tranquilidad?
–Hubo ese momento en que pensaste que querías salir de tu casa, tomar drogas, conocer chicas, subirte al escenario, cebar tu narcisismo, dar tus puntos de vista. Pero hubo otro momento en el que dijiste: «Ahora que ya lo tuve, que ya tuve todo eso, ¿de qué me disfrazo?». Es un momento de crisis, que a mí me llegó.
–¿A qué edad?
–Yo empecé a los 15. De golpe llegué a los 30 y estaba llenando estadios de fútbol. No hubo freno casi. Y todo sumado a los devenires personales. Después de El amor después del amor (1992) la crisis duró cinco largos años. Estaba buscando si la música era verdaderamente una pasión o sólo el deseo adolescente de salir de tu casa y convertirte en una estrella de rock. Fueron años con un buen pasar económico, pero con conflicto interno. No sabía si iba a seguir con esto. Pero las cosas decantan solas. Aprender a esperar, a ser paciente, es importante.
–¿Nunca había podido ser paciente?
–Tenía que aprender la paciencia porque no la había necesitado.
Al final del aprendizaje de la paciencia salió un disco que, según Páez, «es uno de los más bellos que hice». Por razones obvias, ese disco se llamó Abre (1999). Después vinieron más.
–Ahora camina calmo.
–Velocidad crucero.
A esa velocidad, parece que todo funciona mejor. No hay barcos en el Paraná, y mucho menos cruceros, pero ahí está Páez, encendiendo motores para filmar.
–¿Importan las malas críticas que tuvo su anterior película (Vidas privadas, 2001) a la hora de rodar una nueva?
–¡Claro que importan! Pero es más fuerte el motor natural que tenés para hacer las cosas. Las malas críticas están ahí, pero en un lugar donde no paralizan. El hecho expresivo está concentrado en el momento en que lo hacés, aunque después lo sometas a la mirada de los otros. La fuerza tiene que estar puesta en un punto de implosión: adentro y ahora. Yo soy pro crítica total. Y también creo que la crítica es un acto de responsabilidad. Los críticos responsables que no han hablado bien de mí me han dado puntos de vista que yo no tenía y que me han servido. Pero el acto expresivo es ahora. Y, la verdad, ahora me parece que todo está buenísimo, que las cosas están funcionando bien. Eso es lo que me interesa. Todo lo demás es charlatanería.
Valeria Shapira
Nuevo disco
Producido por Circo Beat (la productora que Páez fundó en 1998) y distribuido por Sony-BMG, un nuevo disco del artista rosarino llegará en octubre.
«Nació en La Cumbre, Córdoba. (Ahí no suenan los teléfonos y estás en el medio de la montaña.) Lo delineé con Coki Debernardis, Carlitos Vandera y Carlos Altolaguirre, el técnico que nos asistió durante ese mes de laburo. Lo va a grabar Nigel Walker, que fue el técnico de El amor después del amor. Van a estar Pitt Thomas, que es el baterista de Elvis Costello y mi baterista favorito; Guille Vadalá, en el bajo; y seguro habrá un team de guitarristas: Aloras, Coki, Gabriel Carámbula.»
Se graba a fines de junio. Con canciones cortas y netas, sinónimo de lo que Páez resume como «el arribo a un lugar, a cierta síntesis». En noviembre saldrá de gira. Y estrenará su película en 2007: agenda completa.
Fuente: diario La Nación – Fotos: Daniel Pessah