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Ya no. Después de la perfecta exposición del futuro embajador norteamericano en la Argentina, el estimado Lamelas, todo queda claro. Hasta el más ingenuo y dormido está ahora en condiciones de comprender la maldad de la artera imposición del “multilateralismo” como alternativa progresista y democrática a la globalización.
Comencemos desde el principio: el término “globalización” es algo más que una simple ayuda técnica para comprender la internacionalización del mercado de trabajo, de la tecnología y del comercio. Se trata de la fase superior del imperialismo, parafraseando a Vladímir Lenin, quien, en vísperas de la Revolución de Octubre en Rusia, en 1916, publicó una obra clave para aprehender la dialéctica del desarrollo del capitalismo y su exteriorización suprema: el imperialismo.
En “El imperialismo, fase superior del capitalismo”, Lenin (sin máquina de escribir, sin calculadora y sin internet) expuso la formación de esta interrelación entre el capital productivo y la acumulación financiera. Sobre la base de la explotación a ultranza de las colonias, esta acumulación financiera consolidó el dominio de una elite del sistema capitalista, concentradora del poder y expansora de su dominio en el planeta. En modo genial, Lenin avizoró el pase del sistema explotador “del hombre por el hombre” a una nueva formación socioeconómica que concebía la distribución de la plusvalía lograda por el desarrollo de los medios de producción, como una fórmula de equivalencia social.
No se trataba de trazar una línea igualitaria que arrasara con las características del individuo sino de facilitarle a este, en tanto ser social, todas las alternativas para su desarrollo. La consiguiente elevación de los niveles social, cultural, económico y político confluirían armónicamente para lograr una sociedad con posibilidades accesibles para todos sus miembros según su propia capacidad.
Tras dos mortíferas y terribles guerras mundiales, varias cruentas guerras coloniales y una guerra fría no menos artera y despiadada, el imperialismo logró mantener su supremacía. Como ocurrió siempre en los inicios de los ciclos históricos de la humanidad, la parte reaccionaria se las ingenió para frenar el auge de la parte progresista (ruego entender como progresista aquí y para siempre, la parte de la sociedad que propugna un cambio de estructuras que suplante un régimen ignominioso, violento e insensato. No tiene nada que ver con lo que yo llamo “progresía”, un tímido remedo socialdemócrata que trata de emparchar la explotación, la opresión, el oprobio del sistema imperialista de dominación). Empero, como una evidencia más de la vigencia de las leyes dialécticas de desarrollo de la sociedad, esa parte progresista asumió siempre sus falencias y vacilaciones y terminó por instalarse en la historia.
El mundo debe su actual composición sociopolítica precisamente a estas experiencias. Para no caer en la tentación de reseñar la historia, la imposición de la parte progresista sobre la reaccionaria de esta contradicción antagónica que genera la apropiación capitalista de la plusvalía, permitió la creación de la ONU, la aparición de nuevos estados en Asia y en África, el funcionamiento de organizaciones internacionales como el Movimiento de No Alineados y, como su lógica consecuencia, de los BRICS, de la OCSh, de la Liga Árabe, de la Unión Africana, de la nueva ANSEAN, de UNASUR y la CELAC, entre otras asociaciones interregionales.
Las nuevas formaciones estatales buscaron y buscan de ese modo superar las estructuras creadas por el imperialismo para mantener el sojuzgamiento. Una de las etapas más agudas de esta confrontación, sin duda, se registra con los intentos sostenidos por esas nuevas formaciones, de democratizar, ampliar y tornar más equitativas estructuras como el G-20, el Consejo de Seguridad de la ONU y organismos dependientes como el FMI, el Banco Mundial o la OMC.
No se trata de una coherencia orgánica y centralizada, como podría ser un partido político o sus exteriorizaciones internacionales. Los estados del “Sur Global” o de “La Mayoría Mundial”, como se les dio en llamar provisoriamente a estas asociaciones regionales, en realidad conforman una constelación de civilizaciones, de culturas, de realidades económicas, políticas y sociales diferentes y hasta ocasionalmente contradictorias entre sí. La gravedad centrípeta de todas ellas es generada por la necesidad de conductas inclusivas, solidarias, integradoras y, por lo tanto, respetuosas de sus peculiaridades y de sus identidades autónomas.

De parte del imperialismo, la metodología sigue siendo la misma: sojuzgamiento y explotación. No podría ser diferente dada las características de esta etapa exacerbada del capitalismo. Pero, al mismo tiempo, esta exacerbación genera dureza y crueldad en las relaciones con las nuevas formaciones y, por consiguiente, una creciente tendencia hacia la enajenación y el extrañamiento con respecto inclusive a la economía real. El imperialismo ha concentrado su poder abrumador en el sometimiento financiero. Sus grandes grupos económicos se van convirtiendo en monopolios financieros inclusive por afuera de las clásicas estructuras bancarias. El viejo estereotipo del banquero panzón sentado sobre bolsas de dinero hoy es reemplazado por la siniestra figura de los fondos buitres, que dictan normas mundiales en función de sus inmediatos y fabulosos réditos monetarios.
La globalización, aquel fenómeno inicial casi etéreo, se ha transformado en la herramienta descarnada y despiadada de esos sectores del poder imperial alienados de la realidad que plantea un nuevo mundo en formación. Por cierto, esta herramienta no tiene en cuenta, o mejor dicho destruye proyectos económicos nacionales, diseños de justicia social o proyectos de autonomías regionales, a los que procura someter calificándolos de “ataque terrorista”, “subversión” o, en los últimos y cercanos tiempos, “comunistas” …
Como siempre, todo proceso de dominación imperial tiene su Talleyrand. En este caso, estamos ante un intento por desvirtuar la definición de este nuevo mundo, adaptándolo a los cauces expoliadores de un viejo orden que, por sus características y componentes, es claramente unipolar. En esa unipolaridad se inscriben, más que naciones como tales, grupos y restos de mecanismos de dominio mundial: la elite del imperialismo. Sus normas y sus acciones no están dictadas ni por parlamentos, ni por plebiscitos, ni por disposiciones del derecho nacional o internacional. Son producto de la estrategia de dominación planteada por esos grandes monopolios económico-financieros.
Hoy, los Talleyrand encargados de “vestir” la acción de estos siniestros grupos, parten inteligentemente de la aceptación de esta unipolaridad. La equilibran con lo que ellos llaman “multilateralismo”, es decir la disposición del resto del mundo como lateralidades del centro dominador. Se les acepta amablemente su existencia y, ¿por qué no?, cierta liberalidad en sus manifestaciones. El multilateralismo nada dice de la transformación de esos centros expoliadores del poder en modernos organismos de integración internacional equitativa, ni mucho menos (¡Dios no lo permita!) se refieren a una redistribución de la plusvalía generada por esas lateralidades. Toquetea con temas de la justicia social como la pobreza o la migración, condoliéndose de ellas, pero torciendo la nariz para no respirar su aire de miseria.
Nada que Víctor Hugo no haya descripto implacablemente en “Los Miserables” …
Buen trabajo, como siempre, de la inteligencia imperial. Tienen tiempo, recursos y archivos a disposición. Pueden comprar, difamar, exiliar o, de ser necesario, exterminar a quienes pretendan algo distinto a lo que esa inteligencia imperial, “democráticamente”, disponga e imponga. Tienen los intelectuales (con perdón) necesarios y bien pagos para pensar y generar alternativas que distorsionen los objetivos y finalidades del nuevo orden mundial en ascenso.
Pueden utilizar ingentes herramientas mediáticas para crear mundos ilusorios, territorios de fementida igualdad de género, de status o de recursos sociales.
Sin embargo, como decía alguien, “la única verdad es la realidad”. El campo en el que se sustentan estos ilusionistas de falsedades es cada vez más corto y, lo que es peor, el abismo al que se asoman es cada vez más profundo y terminante. Con todas las penurias y las penalidades que ya sabemos, con las erosiones, desigualdades y a veces inconsistencias que se presentan en su camino, la multipolaridad es un proceso incontenible e inexorable. Está basado en la utilización de los nuevos medios de producción, generados por una revolución científico-técnica en permanente superación dialéctica, como puentes para la construcción de relaciones de producción que tienden a coherentizar la sociedad mundial en un sistema más justo y solidario, sustentado por polos de desarrollo socioeconómico autónomo e integrado y fortalecido por la complementación productiva y, claro está, de mercado. Tomado este último como un medio de intercambio y no como una herramienta de dominación imperial.
El intento “multilateral” está dirigido a destruir la multipolaridad. Es un intento que nació anémico en tanto no puede impedir bárbaras irrupciones como las del señor Lamelas (¡pobre señor Cateura, que horrible sucesor que se ligó!), que terminan minando los esfuerzos intelectuales de estos esbirros (encubiertos o no, lo son) y aportando gentilmente a la claridad estratégica de los pueblos.
Seamos capaces de capitalizar este verdadero “Punto Crítico” para fortalecer el despliegue de ese nuevo mundo. La Argentina puede jugar un descollante papel en ese proceso. Mientras eso ocurra, podemos integrar distintos actores y factores de la realidad nacional en un movimiento sectorial, regional o gremial que vaya conformando el verdadero diseño de una Argentina Justa, Libre y Soberana.
Hernando Kleimans* Periodista, historiador recibido en la Universidad de la Amistad de los Pueblos «Patricio Lumumba», Moscú. Especialista en relaciones con Rusia. Colaborador de PIA Global
Foto de portada: geopolitika.ru/
El caballo de Troya del multilateralismo Pia Global.