Se fue ese que fue. El que yo no quería que se fuera. El que yo quería que se quedara. Se fue, ese que fue liviandad del pájaro en la roca, parpadeo de nieve, bramido luz.
Se fue ese que fue. El que yo no quería que se fuera. El que yo quería que se quedara. Se fue, ese que fue liviandad del pájaro en la roca, parpadeo de nieve, bramido luz.
El que se tomaba la molestia de volver sobre sus pasos, para atender nuestros tropiezos y sanar heridas de la vida… Se fue el que jugaba con la luna de nuestras creencias y le ponía sol a las mañanas, cuando se recogían en lluvia.
Aunque yo no quería que se fuera. Quería que se quedara, para que siguiera con su risa de arboledas y su mirada de rayo, llevando de la mano nuestro cabalgar eterno sobre asombros. Se fue el que iniciaba las danzas del pensar riguroso y batía palmas al ritmo de brisas de comprensión. El que movía las manos como se mueven las hojas cuando las sopla el huracán de la emoción. El que tenía el enojo duro y fugaz, para empujar la intuición del porvenir.
El que yo quería ver muy anciano, con voz de papel celofán y adornado con los caprichos de la vejez de Maestro. Se fue el que yo quería que se quedara para ayudarlo a cruzar la calle Amigorena, aunque me pesara en los huesos de mis propios años.
Quisiera que volviera el que se fue, para seguir oyendo las historias que cuentan los arcanos esculpidos en las paredes de las mansiones de la ciudad chata. Para que sigamos enchastrando juntos, leyendas en paredes inmaculadas. Para contarle cuanto me duele haberme quedado sin magia.
¿Y si no vuelve?
Entonces, habrá que ir a buscarlo, a seguirlo, a través de lo vertical de la montaña, hasta donde aflora el día, para que nos cuente cuantas son las conexiones no imaginadas, que guían al vuelo. Para conocer cuál es el número de estrellas que componen los sueños. Para que nos ayude a rescatar los reflejos iridiscentes de la proyección.
Se fue ese que fue metal, arrabio y pluma. Se fue. Pero me dicen que se quedó en la fuerza de la sudestada, junto al viento Zonda, agilizando piruetas, sobrevolando casas de rayuelas.
No se, pero sospecho que hoy mis ojos lo vieron. No como demiurgo del tiempo, sino como un remolino de hojas que, en la siesta, me invitaba a jugar. A robarle, entre risas, chispas a las piedras.
Me pareció que lo vi en la tarde. Creo que estaba soplando en la rama que se cubre de promesas, para que precipiten semillas, que surgirán como estalagmitas de brillos intermitentes. Como luces de bengala, las que una vez lo vi prender.
Carlos Lucero, Caracas, setiembre 2010.-