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Lo es porque gracias a la acción de un pueblo y su gobierno progresista, se generaron las garantías y confianzas de fiscales y jueces -todas mujeres comprometidas- para llevar adelante el proceso sin ceder a las amenazas de los neofascistas. Dentro del marco jurídico constitucional, fue un proceso público que logró construir la esencia de un tribunal de justicia popular.
Hasta ahora, salvo por los casos de Bolsonaro y Uribe, los y las juzgados con falsas causas cargadas de venganzas políticas habían sido presidentes/tases progresistas y de izquierda. Con esta condena de primera instancia -aun cuando puedan lograr que el caso prescriba por vencimientos de términos- la lección aprendida es que quienes violan brutalmente los derechos humanos, tarde o temprano será condenado por sus pueblos. Así sucedió también cuando se juzgaron a los militares golpistas de Argentina, con un impacto prolongado de justicia social y política que permitió reducir el poder golpista de los militares en todo el continente.
Pero no hay que engañarse creyendo que estos sectores neofascistas se amedrentarán ante esta alerta roja. Todo lo contrario; estimulados por un imperialismo en su fase neofascista, aumentarán su agresividad para impedir que les pueda caer un castigo similar y agudizarán la confrontación política con altos costos en vidas humanas y sus derechos. La fuerza del uribismo se ha reducido en legitimidad y peso electoral, pero su influencia en sectores de las Fuerzas Armadas y del nuevo paramilitarismo, continúa y es muy peligrosa.
Considerando que esta época no es propicia para realizar un golpe militar y obtener apoyo popular -el proceso en Perú lo está demostrando- Álvaro Uribe debería ser considerado como el pionero en el continente de la imposición e instalación del Estado comunitario neofascista a partir de las entrañas del Estado Social de Derecho. Su intento, parcialmente instalado, se basó en un proceso de tránsito de un modelo a otro, donde su objetivo aparente era la profundización de la democracia comunitaria.
Si bien la estrategia hoy se ha generalizado con características diversas, caso Bukele y Milei, la propuesta de Estado Comunitario que desarrolló Uribe durante 8 años, es lo más avanzado como modelo neofascista para países de la periferia. Fue el eje de la estrategia que atraviesa todo el Plan Nacional de Desarrollo, P.N.D., 2003-2006 de su gobierno y que se postula como la alternativa recolonizadora para la región andino-amazónica y toda América Latina.
No es un clásico Estado fascista al estilo del que implementaron Hitler y Mussolini, pero tiene suficientes componentes autoritarios, corporativos y de alienación colectiva, que los recuerdan y recrean, en particular en su apuesta a la guerra como justificación de sus violaciones de los DDHH.
Con las asambleas de sus “Consejos Comunitarios” realizados en cada municipio, montaba y preparaba el libreto para una farsa de presupuestos participativos. Eran escenarios a los que solo podían acudir sus acólitos y donde de antemano se sabía que proyectos serían aprobados. Con esas dinámicas, la relación entre el poder ejecutivo nacional y la base social era supuestamente directa, con lo cual desaparecían los espacios legislativos y los organismos de control del Estado.
Por esta vía, el Estado Comunitario pretendía absorber a la sociedad civil en su conjunto, imponer la autorregulación y el autocontrol de los sectores sociales, como filosofía que debía servir a los planes militaristas y autoritarios del gobierno y a la implementación del modelo neoliberal. Su estrategia para involucrar a la población civil en el conflicto armado se basó en transformar la participación social en sometimiento, en el “deber” ciudadano de la delación (se contrató un millón de informantes). A los soldados profesionales se los suplantó por “soldados campesinos” mal pagados y mal entrenados, ya que el presupuesto no alcanzaba para el creciente gasto de guerra. Crean la figura de “guardabosques” que, para obtener el pago por sus servicios ambientales, debían denunciar a los vecinos que siembran coca y apoyan a los insurgentes.

Así, transformaban a los civiles en informantes y soldados que tenían su casa y su pueblo como cuartel, lo cual trasladaba los riesgos del conflicto al conjunto de las comunidades territoriales y a su familia, obligándolos a alinearse con el gobierno y a negar los intentos de construir territorios autónomos de paz que estaban en desarrollo.
Pero no se quedaba allí. Elaboró un proyecto de ley que afortunadamente no prosperó, para incorporar a las mujeres al servicio militar obligatorio, en un acto de sumar a este sector fundamental de la sociedad civil, las madres, esposas, hijas, como componente básico de una mentalidad guerrerista instalada en la familia y la sociedad. Algo que logró parcialmente con el programa de “Familias en Acción”, donde las madres comenzaron a recibir un pequeño subsidio mensual, con la condición oculta de no realizar ningún tipo de asociación entre ellas, e infiltrando los espacios donde recibían los subsidios para obtener información sobre las presencias de opositores, a los que calificaban de “insurgentes”.
Desconocida la autonomía de la sociedad civil popular y su anexión al Estado, convierte el conflicto armado en una guerra unificada de exterminio de “narco-terroristas preparados en el extranjero”. Al mismo tiempo, con la figura de lo comunitario reduce hasta casi desaparecer la legislación laboral, para que sean las relaciones civiles individuales las que actúen como fuerza de trabajo baratas o no remunerables. Extiende la jornada laboral diurna hasta las 10 de la noche y elimina las horas extras, como parte de la incorporación forzada de los trabajadores al Estado comunitario. Se apropian del ahorro público a través de la mediación del Estado para servir al capital privado financiero y transnacional.
Y si bien la privatización del derecho a la salud y a la educación es uno de los principios del neoliberalismo, el Estado Comunitario lo extiende a todos los espacios de la vida en sociedad, con el enmascaramiento de sus impresentables objetivos finales. No pretende que la comunidad se organice y vaya sustituyendo funciones de Estado hasta disolverlo en su seno, como lo sueña la utopía socialista, sino por el contrario, que el Estado absorba la sociedad y la disuelva mientras hace la guerra. Y todo lo hace en nombre de los objetivos constitucionales del Estado Social de Derecho, generando una confusión en amplias capas de la población frustradas por la crisis del neoliberalismo y asesinando directa o indirectamente a decenas de miles de líderes sociales y políticos.
Los neofascistas colombianos aprendieron que manteniendo los conflictos armados es más fácil reducir las garantías democráticas, controlar los medios de comunicación y, aún hoy, asesinar o desplazar a toda lideresa o líder que pueda ser un puente para la autoconstrucción de dobles poderes territoriales y por sector social. Ante esa estrategia, la forma más eficiente de confrontarlos ha sido desenmascarando sus discursos que tergiversan la verdad de la realidad y aumentando el empoderamiento de los pueblos, sindicatos y comunidades, algo que el presidente Petro hace muy bien, y que también lo hace la radio y televisión pública con niveles de audiencia nunca obtenidos que superan a los medios de la oposición. Lo que va dejando claro que por todas estas atrocidades y muchas más, la historia juzgará y condenará a Uribe y sus secuaces.
Marcelo Caruso Azcárate* Investigador social colombo-argentino
Foto de portada: pajarorojo.com.ar/
Colombia: la historia no lo absolverá Pia Global.