Un tribunal porteño acaba de confirmar el procesamiento de un hombre que cometió reiterados actos de violencia doméstica contra su mujer y una hija de ambos, y que había intentado defenderse alegando su condición de musulmán…
Se trata de la Sala IV de la Cámara del Crimen, que con buen criterio trazó una clara distinción entre la ley y los principios religiosos. Es de destacar que los hechos que se le imputan al implicado incluyen no sólo golpear a su mujer hasta dejarla incosciente, sino además haber abusado sexualmente de su hija menor de edad.
Para tomar esa decisión, los camaristas descartaron de plano la existencia de prejuicios religiosos en el fallo de la jueza de instrucción, o la existencia de algún "error" de parte del imputado sobre la criminalidad de sus actos. Destacaron que "el imputado es nacional de Argentina, residió aquí casi la totalidad de su vida y luego de adoptar la religión musulmana vivió en Arabia Saudita junto con las damnificadas por el lapso de diez años, en consecuencia puede inferirse que, aún cuando el Corán acepte ciertos castigos físico del hombre a la mujer o su descendencia con fines educativos -según señalara la defensa-, el nombrado tenía conocimiento que ello resulta contrario al orden jurídico aquí imperante".
El caso viene a instalar entre nosotros un debate cada vez más creciente, particularmente en los países desarrollados con fuertes inmigraciones de origen musulmán y de otros credos. Así como en Francia se prohibió el ingreso a la escuela pública de alumnos vestidos con atuendo religiosos (como la burka musulmana), países vecinos al nuestro como Bolivia han intentado incorporar las religiones y sistemas jurídicos de los pueblos originarios al orden jurídico del Estado, generando contradicciones tales como hacer coexistir la pena de muerte por vía del linchamiento, con los tratados internacionales que la prohíben.
El nudo de este debate es profundo y conmueve los propios cimientos de la democracia, en tanto sistema político basado en la tolerancia. La gran pregunta es: ¿puede la cultura occidental imponer sus pautas de legalidad a otros pueblos del mundo que no comparten su desarrollo histórico? O más precisamente, los derechos humanos ¿constituyen realmente una pauta de conducta universal, siendo como son el producto de la evolución del pensamiento occidental tras las dos guerras mundiales del siglo pasado?
La posmodernidad ha venido a instalar en el pensamiento contemporáneo un cierto relativismo, según el cual no existirían valores universales, lo cual llevaría a que cada quien tenga derecho a mantenerse en sus costumbres ancestrales, por bárbaras que éstas puedan parecer a los ojos del mundo, hoy multiplicados por la creciente comunicación.
Es así como se asiste en nuestro tiempo a los intentos de que, en nombre del Islam, se justifiquen prácticas realmente atroces, como la castración femenina, o la pena de muerte aplicada a una mujer por el sólo hecho de haber elegido una pareja diferente de su marido abusador.
Que en nuestro país se empleen las creencias religiosas para intentar justificar la violencia contra las mujeres, incluyendo el abuso sexual de menores, no parece un ejercicio sano del debate, sino más bien un acto de cinismo.
En definitiva, la cuestión debería resolverse por el principio de igualdad ante la ley: a través de un tortuoso sendero, nuestro país ha evolucionado hacia unos estándares de legalidad que se aplican a toda la población sin distingo alguno de raza o religión. Es en virtud de esa igualdad, y del derecho de las mujeres a ser consideradas como personas y no como objetos, que resulta indispensable la firmeza demostrada en este caso.
Fuente: La Arena / ArgenPress /