LA SOCIEDAD RURAL QUE HABLABA EN FRANCÉS
Triste la historia de nuestro País que desde sus inicios sus gobernantes dedicaron sus esfuerzos en poblar la ubérrima pampa húmeda con vacunos y caballadas, cometiendo toda clase de genocidios con los indígenas –verdaderos dueños de dicho suelo- y ampliando así sus dominios, que fueron convirtiéndose en el poder absoluto de todos los gobiernos nacidos desde 1810 y prolongándose hasta nuestros días.
Aristocracia bostera como la llaman los entrerrianos, fieles cipayos de los capitalistas extranjeros y por ende de los frigoríficos y bancos ingleses,
explotadores del campesinado, de la gente humilde de las ciudades, teniendo como meta tan solo el beneficio pecuniario para su clase dominante y parasitaria y altanera.
Mucho antes de la independencia con España, ya la clase gobernante se dedicó a la ocupación de esas pampas sin límites, generosas en pastaje, agua y clima, con la finalidad de aumentar hasta lo imposible el número de cabezas de ganado, sea vacuno o caballar y así obtener pingues negocios con las carnes para el mercado interno, pero con mayor énfasis en llevarla a España pues el valor de las misma, era inmensamente superior. Surgieron los saladeros para la conservación de la carne, las curtiembres para los cueros, sin olvidar las crines de las caballadas y ni siquiera se salvaron los huesos que también dejaron sus buenos dividendos a los españoles de aquí y de allende el océano.
Fue tan enorme la fortuna acumulada en animales y tierras pastoriles, que en corto plazo los hacendados nativos y mestizos pudieron armar sociedades económicas que influyeron en la política virreinal para trasladarse, luego de 1810, en gobernantes o allegados al poder nativo y, para suerte de ellos, con los comerciantes ingleses y sus bancos. Desde el primer gobierno es Saavedra el fiel representante de la oligarquía vacuna rioplatense, dueña no solo del puerto exportador, sino de los mejores campos, de aguadas y reparo para la ganadería. Asesinado Mariano Moreno y excluidos los revolucionarios de la primera hora, se desbrozó el camino y de ahí en más, todos los gobernantes y allegados pertenecieron a la logia de de los hacendados, haciendo y deshaciendo a gusto y placer todo lo que fuese menester para acrecentar la riqueza y poder de esa nueva clase social, nacida en los maltrechos poblados pero ligados a la pampa húmeda, verdadera fábrica de dinero para comprar gobiernos y subyugar a los pobres pobladores del interior.
Mas el aumento de tierras significó guerras. Guerras con los malones, que tan solo eran los aborígenes que luchaban por la conservación de su suelo, de esa tierra de sus antepasados, arrebatada a sangre y fuego, clavando mojones y elevando fortines para defenderse de los infieles. Así de triste fueron las campañas del desierto iniciadas yaz por Juan Manuel de Rosas –otro de los terratenientes y saladores de carnes y cueros-, como las que décadas después las inició el general Roca, exterminando a cuanto indio se les ponía a tiro. ¡Cómo no se iba a extender este glorioso territorio! Dejaron el campo libre para los señores ganaderos, los criadores que fueron mejorando las razas vacunas y equinas, sin olvidar las ovinas, gente de buen trato, gente fina que con el dinero saqueado al indio y al criollo pobre, les servía para conocer ¡al fin! esa Europa tan soñada, pero –es justo decirlo- conocer Francia, caminar por París, cuna de la Libertad, de la Igualdad y la Fraternidad.
Esa aristocracia con las botas sucias de bosta de vacas y caballos, se refinó. Las niñas de las familias bien aprendieron a ejecutar el piano, a mejorar el lenguaje, a tomar lecciones de buen comportamiento y, esto es importante: a hablar en francés. Era de buen tono dar las órdenes en dicho idioma y por supuesto, conocer las bondades de la culinaria francesa y presentarse en sociedad como si fuesen las doncellas más educadas de la corte del II Imperio.
Argentina quedó en manos de dicha clase aristocrática nativa y ridícula que supo acumular las estupideces europeas, no así las virtudes de una cultura superior, tan comunes en las elites francesas.
La agricultura estaba en el olvido pues a nadie se le ocurriría doblar sus espaldas para sembrar trigo o maíz. Era una trabajo para otra clase social, para gente de segunda categoría que aún no la tenían a mano, mas ya llegaría el tiempo en que un hombre dotado de las luces del progreso diera la señal mágica. Y ese hombre llegó: Roca. Padre del progreso de la felicidad del País, de la modernidad, del hacedor del futuro de una Argentina que un sátrapa del siglo XX la llamó Argentina Potencia.
Y amarraron los navíos en el puerto de Buenos Aires y de Rosario abarrotados de gringos de todo tipo: italianos, judíos, rusos alemanes, españoles, sirios-libaneses (los llamados equivocadamente turcos), desembarcaron y encimados peor que animales en los galpones portuarios del hoy Puerto Madero esperaban hallar el paraíso prometido, un paraíso como el de la Tierra Prometida. Tenían hambre, no de hoy, sino de años, miedos no de hoy sino de siglos de guerras. Querían trabajar, hacer que la tierra les brindara sus frutos y que ellos se comprometerían a compensarla con amor.
Muchísimos se quedaron con el arado y la azada, otros como abono a varios palmos de la superficie, pero los sobrevivientes procrearon y nacieron gringuitos que se habituaron al sacrificio y al trabajo rural. Y llegaron más oleadas de inmigrantes y algunos eran parientes, otros desconocidos y así se fueron conociendo y también apareándose y llegaron a casarse cuando llegaba algún cura y les daba la bendición o más raramente, un rabino con sus ceremonias su barba y su gorito. Fue el inicio de las Colonizaciones, compañías que proveían de herramientas, tierra, alimentos, semillas y otros menesteres, que el colono pagaba con el producto de su cosecha –siempre que fuese positiva- caso contrario se veía obligado a saldarla con intereses, algunas veces bajos, otras veces casi usurarios.
Mientras el colono trabajaba la tierra, la oligarquía ganadera iba algunos días a sus estancias para controlar cómo trabajaban los capataces, capangas alcahuetes del doctor, que para hacer méritos degradaban el trabajo de los pobres labradores.
Visitas cortas pero beneficiosas. Con sus ojos de lince y su olfato de perdiguero podían adivinar el resultado de las pariciones o la cosecha del trigo. Y ya iniciaban los proyectos de de apoyar a tal o cual doctorcito o señorón para las próximas lecciones, sean conservadores o radicales. En es rubro, la oligarquía no tenía problemas: radicha o conserva, si era de la clase de ellos, era buena gente.
Así pasaron décadas corridas de acumulación de dinero, sean libras esterlinas o dólares, hasta que llegó un momento preocupante: un coronelito de mala muerte, ganó las elecciones de 1946 y con él se acopló una mujerzuela, una actriz de mala muerte llamada Eva Duarte, más conocida luego con el nombre de Evita. ¡Quién iba a pensar que a este dúo se le ocurriría institucionalizar ese mamarracho del Estatuto del Peón! Pensaron que estaba bromeando con eso del Estatuto, pero no: estaba no solo el baño, sino también, casa decente, vacaciones, aguinaldo, jubilación. Era demás. Con esas medidas la ganadería se fundiría; tendrían que vender sus campos e irse a vivir a Europa, escapar de esa chusma voraz si querían salvar sus intereses sagrados, los sagrados intereses de la aristocracia.
Clamaron ante los Cuarteles, ante las Iglesias, ante los Partidos conservadores, ante Dios y ante la embajada inglesa y yanqui. Tanto hicieron, tantos fueron sus ruegos, que los lamentos fueron escuchados. Escuchados especialmente por los habitantes de los Cuarteles y los frailes de las iglesias, aliados, juntos es una Cruzada que nada tenía que envidiar a las del Santo Sepulcro, salieron a las calles y plazas con la Cruz, las ametralladoras y aviones y destruyeron a ese nuevo Satán entronizado en la Casa Rosada.
El País estaba a salvo. La gente decente, la gente como uno, de buenos modales, que hablaba el francés, podía nuevamente respirar en paz en las plazas, en la avenida Quintana, en Barrio Norte. La gleba atrevida tenía que volver nuevamente a su cubil, lejos de la general Paz, La Razón y el Decoro reinaban en Argentina.
Pero, siempre existe un pero, esta semana, otro enviado de Satán, los despreció en su Mansión de la Sociedad Rural. Un Presidente –tenía que ser de origen peronacho- no se dignó a la festividad de vacas preñadas y de toros con penes de dos metros, atreviéndose aún a decirle al ministro de Ganadería que dejara el acto de la bendita Sociedad Rural, un acto imperdonable para la nobleza que asistía al evento: un bull-dog pura raza, unas damas de altísima alcurnia, un ingeniero con nariz de ave de presa, otro ingeniero que no es ingeniero pero le agrada que le digan “ingeniero”, en fin, la crema y nata de la bosta de de los establos palermitanos.
La Sociedad Rural Argentina difícilmente vaya a olvidad esta grave ofensa, y creo no equivocarme, que el señor abogado Raúl Alfonsín, el social-demócrata progresista, presentará una queja formal en el consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aduciendo que la actitud del Presidente Kirchner es totalmente dictatorial y carente del más mínimo respeto por la sacrificada oligarquía que a diario ensucia sus calzados italianos con la bosta de los mejores ejemplares vacunos del mundo.
¡Que Dios se apiade del tilingaje vacuno argentino!
FORMOSA, 5 DE AOGSTO DE 2007
Marcelo Roque Ríos Artabe
PasaporteArgentino:5.922.656
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Familia Rafael Quiroga.