La palabra “mantenimiento” adquiere, en los cementerios, un sentido singular…
por Martín Kohan
La palabra “mantenimiento” adquiere, en los cementerios, un sentido singular. Nicolás Prividera en Tierra de los padres captó también esa dimensión: no solamente el pasado habitando, fantasmal, entre las bóvedas de la Recoleta, sino además esas materias del puro presente que es preciso mantener. Entre las voces de la historia que acechan en el cementerio, Prividera detectó eso otro, más tangible y muy actual, el mantenimiento, el ir y venir cansino de los que trabajan limpiando y reparando. El reverso material de cualquier ambición metafísica.
Las bóvedas pergeñan su ficción de casitas de barrio. Como si lo propio de los muertos no fuese hacerse polvo en el polvo, pudrirse como se pudren las flores que les dejan cada tanto los que están todavía vivos. Como si fuese posible visitarlos, llamar a su puerta, y hasta asomarse antes de pasar para ver qué es lo que está sucediendo adentro. Como si adentro, mientras tanto, estuviesen esperando al que llega.
La muerte impera, eso es cierto, ¿y qué otra cosa podía esperarse? ¿Qué otra cosa podría suponer, sino una ironía, hablar de “mantenimiento” en el reino de los que ya no existen? No obstante sí hay un lugar, entre los cuerpos sin vida, para los cuerpos del trabajo. El que barre, el que pule, el que lustra, el que pinta. No portan ninguna esperanza, no están ahí para dar ningún consuelo. Están ahí para trabajar, y es lo que hacen: trabajan.
Su tarea es indispensable desde el lado de los vivos, porque alimentan la ilusión de una muerte sin deterioro. Pero es tan fuerte esa ilusión, tan rabiosa y necesaria, que se llega a proyectarla hacia el lado de los muertos. ¿Cómo entender, si no, que se pinte una bóveda por dentro? La escalera, el pincel, el pintor, conviven (es un decir) con la siniestra solvencia de los féretros impasibles. No hace falta decir quién prepondera.
En la tarde celeste del cementerio de Lobos, hasta las sombras se quedaron quietas.