Aquí está el segundo capítulo: La difícil transición de la violencia a la no-violencia
Cuando empecé a implicarme a nivel social a final de los años 70 y principios de los 80[1], invitaba a los habitantes de mi barrio, en el distrito 14 de París, a actuar para denunciar la violencia y descubrir la no-violencia activa. Con mis amigos comprometidos en esa misma vía, a menudo nos encontrábamos con sonrisas sarcásticas o compasivas que, por cierto, me irritaban profundamente; nuestros comentarios parecían incongruentes. Los ecologistas recibían las mismas reacciones de aquellos a los que se dirigían.
Los activistas e intelectuales de izquierdas no estaban de acuerdo con la no-violencia en aquel momento; sólo hace relativamente poco tiempo que algunos de ellos la consideran una forma real de lucha progresista y ven la violencia como algo problemático desde el punto de vista ético. Además, cuando dijimos que la transformación social tenía que ir acompañada de un cambio personal, nadie lo entendió. O bien actúas para cambiar el sistema y así poder cambiar al ser humano, o bien trabajas sobre ti mismo para poder cambiar el sistema después. La simultaneidad de la acción no entraba en la mente de las personas y sólo muy recientemente se ha convertido en un enfoque comprensible, incluso reconocido como el único posible para ser coherente.
Hoy en día el tema del medio ambiente se toma muy en serio porque nos damos cuenta de que nuestra especie puede estar en peligro si no nos ocupamos de ello rápidamente. En cuanto a la violencia, todo el mundo también está de acuerdo en que necesitamos urgentemente encontrar respuestas… Algunos se movilizan por inquietud personal y otros por conciencia colectiva.
Por otro lado, la no-violencia, que no apela al sentimiento del miedo, también es capaz de movilizar…, pero para mucha gente sigue siendo una idea vaga y en general no se conocen realmente sus fundamentos, sus herramientas o sus métodos de acción.
Sin embargo, hay muchos estudios sociológicos, filosóficos y antropológicos que diseccionan la violencia, la denuncian, estudian sus orígenes, analizan sus raíces y proponen la no-violencia como respuesta. Todo el mundo conoce las figuras emblemáticas de la no-violencia, como Gandhi, Tolstoi, Luther King o Mandela. Cada vez hay más actos públicos y personas anónimas que se declaran no violentas. Existen muchos movimientos experimentados que están luchando por detener la violencia, incluyendo llamamientos a la desobediencia civil para contrarrestar la violencia desenfrenada de las instituciones y de los poderes económicos.
Pero eso no es suficiente, la cultura de la violencia está todavía bien anclada en la sociedad y se expresa mediante valores, creencias, prejuicios, leyes, modelos y anti-modelos, inculcados desde la primera infancia en un molde educativo infalible.
Los distintos poderes, como garantes del sistema, no se toman realmente en serio la no-violencia y uno se pregunta si no tienen, más bien, interés en que se desarrolle la violencia. En política, la violencia se denuncia en los distintos programas, pero a menudo se utiliza como coartada para justificar el aumento de las fuerzas represivas. Los medios de comunicación oficiales nos están bombardeando con información sobre guerras, atentados, corrupción, violaciones, etc., pero guardan silencio sobre la no-violencia, cumpliendo así a medias su función informativa. Por supuesto, es necesario hablar de los problemas, pero también es importante hablar de las soluciones. En resumen, los formadores de opinión apenas se refieren a la no-violencia.
Y luego están los que viven encerrados en su mundo, ajenos al sufrimiento de los demás, y que utilizan la violencia sin miramientos cuando les beneficia. La esgrimen o se organizan para instalarla con el fin de vivir en un bienestar a menudo indecente. Por supuesto, son una minoría y en comparación con la población mundial son pocos, pero es precisamente su indiferencia por la vida de los demás lo que les permite ser poderosos, porque es más difícil y pesado ocuparse de otros que de uno mismo y de sus propios asuntos.
Se puede hablar de una tiranía porque el conjunto social depende de esta minoría que posee el todo social. Sin embargo, su poder no podría subsistir sin la ayuda diligente e interesada de quienes les sirven. Si podemos abandonar toda esperanza en los primeros, podemos esperar una conciencia capaz de alterar el orden -o el desorden- establecido entre sus servidores cómplices, que son numerosos y poco escrupulosos y que se autoperpetúan mediante una especie de comportamiento mimético de satisfacción de los deseos personales, como explicó muy bien el historiador René Girard.
Será un gran día, para ellos y para todos, cuando estos oportunistas se sientan capaces de cuestionarse a sí mismos y evaluar el precio que hacen pagar a los demás por sus prerrogativas. Hemos visto, por ejemplo, durante algunas manifestaciones, a miembros de las fuerzas policiales que se negaban a apalear a sus conciudadanos, que se negaban a obedecer ciegamente las órdenes, tal vez porque se daban cuenta de que estaban protegiendo injustamente a sus comanditarios, pero probablemente también porque reconocían que estaban cerca de aquellos a los que se les ordenaba brutalizar. ¿Cuándo habrá una convención mundial que regule el papel, los medios y los límites de la policía en las manifestaciones?
En 2010, en su libro ¡Indignaos! [2] Stéphane Hessel hizo un llamamiento al compromiso personal y a no aceptar las desigualdades económicas. En su ensayo, criticó la política de inmigración del momento y llamó a la resistencia, especialmente en la ocupación de Palestina por el Estado de Israel. Los conformistas de la época protestaron contra este escrito, revelando su clara pertenencia al sistema vigente, pero ello no impidió que estas ideas tuvieran un enorme eco internacional.
Casi quinientos años antes, el joven Étienne de la Boétie, de apenas dieciocho años, escribió un panfleto en la misma línea, culpando de la falta de resistencia a la tiranía al pueblo, que participaba en su propia esclavización:
En definitiva, por las ganancias y favores recibidos de los tiranos, se llega a que aquellos a los que la tiranía beneficia son casi tan numerosos, como aquellos a los que la libertad agradaría… Aquellos que están poseídos por una ardiente ambición y una notable codicia se agrupan en torno a ello y lo apoyan para tener una parte del botín y ser, bajo el gran tirano, otros tantos pequeños tiranos… Así es como el tirano esclaviza a sus súbditos uno a uno… Es custodiado por aquellos de los que debería protegerse… Cuando pienso en esa gente que adula al tirano para explotar su tiranía y la servidumbre del pueblo, me asombra casi tanto su maldad como compadezco su estupidez[3]…
A todos nos afecta la violencia; nos toca, nos hace reaccionar, nos paraliza, nos aterroriza, etc. Nunca nos deja indiferentes, salvo a aquellos que no son conscientes de ella, para los cuales no existe. Por tanto, si quiero eliminarla, debo empezar por verla y sentirla. Por lo tanto, el primer paso es desvelar que existe en la sociedad y reconocer que es personal, lo que es más difícil.
A menudo oímos: «Me gustaría que cesara la violencia en el mundo, así como la violencia que yo y mis seres queridos experimentamos personalmente». Con menos frecuencia, escuchamos: «Me gustaría saber cómo resistir la violencia que genero en los demás y que a veces me inflijo a mí mismo».
La violencia se ve natural o mecánicamente fuera de uno mismo. Es necesario un acto de reconocimiento para admitir la propia. La violencia del mundo, la de los demás, ocupa todo el espacio, mientras que la nuestra se ignora. O no la vemos, o hacemos como si no existiera, o la justificamos con argumentos de mala fe en lugar de reconocerla.
Cuando uno no puede negar que ha sido violento, su violencia es comprensible, incluso excusable, mientras que la del otro es siempre inadmisible. Pero el hecho de no reconocer la violencia ejercida sobre una persona es una doble violencia que le inflijo: por un lado, está el acto violento en sí y, por otro, la actitud violenta de no reconocimiento de mi propia violencia.
Creemos que nos liberamos de nuestra propia violencia al negarla, cuando en realidad estamos produciendo lo contrario; cuanto más la negamos, más presente está, más nos pesa, más condiciona nuestra forma de ver, pensar, sentir y actuar.
Habrás notado lo ligero que te sientes, el peso que se te quita de encima cuando reconoces el daño que has hecho a alguien, cuando confiesas el daño o la injusticia que has creado. La violencia es una bola con cadena que se arrastra por negligencia, pereza, irreflexión o irresponsabilidad. La violencia lastra el cuerpo, el corazón, la cabeza y la mente; no es buena para el que la recibe, por supuesto, pero tampoco para el que la inflige.
Aunque el uso de la violencia esté prohibido, puede ocurrir que la utilicemos por reflejo con nuestros seres queridos, sin querer realmente ser violentos, por falta de atención hacia la otra persona, por falta de reflexión sobre nuestros actos, por falta de conexión con nosotros mismos.
La aceptación implícita de la violencia puede esconderse detrás de innumerables formas de justificación para imponer las propias ideas, opiniones, creencias, y también para tener vía libre para explotar, discriminar, abusar, etc. Así, se puede actuar con impunidad y con la conciencia tranquila.
Aparte de los partidarios acérrimos de la violencia, una gran mayoría de activistas amantes de la justicia también pueden recurrir a la lucha violenta cuando se ven superados por el rencor, la desesperación o la rabia ante su incapacidad de contrarrestar la violencia que denuncian. La violencia se convierte entonces en un acto desesperado, el último recurso que revela la incapacidad de imaginar nuevas formas de lucha eficaces y constructivas. Incluso las mejores causas, si toman este camino, son causas perdidas. Para Isaac Asimov, el maestro de la imaginación, «la violencia es el refugio de la incompetencia».
Denunciar la violencia y luego utilizarla a su vez igual que lo hacen aquellos a quienes criticamos es un contrasentido que, además, debe producir una profunda contradicción interna en quienes la utilizan. Absolutamente nada puede justificar el uso de la violencia. Incluso si uno se ve envuelto por la fuerza en un conflicto violento, o si usa la violencia en defensa propia, intrínsecamente no hay violencia justa.
Los que reconocen su error cuando ven las consecuencias de sus actos admiten que ellos mismos se han vuelto violentos, como advertía Nietzsche: «Al luchar contra los monstruos, hay que tener cuidado de no convertirse uno mismo en monstruo[4]». Marco Aurelio, al principio de la era cristiana, dio la respuesta: «La mejor manera de defenderse de ellos es no ser como ellos[5]».
Desde el Código de Hammurabi, grabado en piedra en Mesopotamia hace casi tres mil ochocientos años, en Occidente hemos pasado de la venganza indiscriminada a la promulgada por los poderes fácticos, que se han convertido en los únicos titulares del derecho a reparar el daño causado por un tercero; del derecho a la violencia. Incluso hoy en día se respalda este papel del Estado, y se hace referencia principalmente a las tesis de Max Weber[6], para quien el Estado tiene legítimamente el monopolio de la violencia física.
La llamada violencia legítima de los poderes se ejerce en todo el mundo y es cada vez más difícil de justificar ante las concentraciones masivas de ciudadanos que denuncian la corrupción, la discriminación, las prerrogativas, la arbitrariedad, etc.
Sin embargo, el espíritu de venganza escapa a los poderes y sigue formando parte de la reivindicación popular, al menos en la cultura occidental. Aunque repudiemos la venganza -sobre todo en otras personas, nos atrapa cuando hemos sido dañados físicamente, o cuando nos han privado de una propiedad, y también cuando hemos sido heridos en nuestra autoestima, o traicionados por un ser querido. Remito a los interesados en el tema de la venganza a dos estudios de Juan Espinosa[7] y Luz Janhen[8].
En el plano social, no pasa un solo día en el planeta sin que los ciudadanos comunes se manifiesten -cada vez en mayor número- para denunciar la violencia de la que son objeto; en general, son los más desfavorecidos. Los causantes de la violencia tienden a darle la vuelta al problema y acusarles de violentos o incluso de terroristas. La acción represiva se vuelve legítima, pero ante todo se sofocan los motivos de la ira y se evitan los problemas de fondo. Sobre todo, las causas de la rebelión no deben ser reveladas.
La violencia institucional -o estructural- infligida por las autoridades legales nos obliga a preguntarnos si debemos aceptar la violencia del Estado o de cualquier otro poder. Sobre este tema se ha escuchado a muchos referentes como Platón, Albert Einstein, Max Stirner, David Thoreau, Luther King o Gandhi, quienes instan a negarse a obedecer mediante la desobediencia civil.
La desobediencia civil completa es una revuelta, pero sin violencia. Aquel que se compromete en la resistencia civil total simplemente no hace ningún caso a la autoridad del Estado. Se convierte en un forajido que se arroga el derecho de hacer caso omiso de cualquier ley estatal que sea contraria a su moral. Nunca recurre a la fuerza y nunca se resiste a ella cuando se utiliza contra él[9].
Los que sufren la violencia y la discriminación no tienen más remedio que reclamar lo que es suyo por derecho. Los movimientos de protesta son, de hecho, los primeros protagonistas del cambio. Si no hacen nada, saben por experiencia que los que deciden tampoco harán nada, porque para ellos si nada cambia todo está bien. El mundo y las actitudes no cambian de forma natural; los actos intencionados son el factor y el motor de la evolución humana. La comunidad negra lo ha demostrado y lo sigue demostrando hoy en día, ya que el racismo y la segregación racial siguen, por desgracia, entre nosotros. Del mismo modo, son las propias mujeres las que están creando actualmente una corriente poderosa y legítima para acabar de una vez por todas con la falocracia del mundo patriarcal.
Será posible proclamar al ser humano como valor central de la sociedad cuando no sea el género, la raza, las particularidades, las opciones de vida o las diferencias lo que determine la libertad y su toma en consideración.
Sin embargo, el proceso ha comenzado, la violencia no es inevitable, puede superarse o resistirse, y los conflictos pueden resolverse de forma distinta a la utilización de la fuerza, el chantaje, el soborno, la intimidación o cualquier otra forma de violencia que antes se justificaba o toleraba.
Por el momento, aunque los que más necesitan acercarse a la no-violencia todavía no lo hacen, su eficacia va haciendo que todos se pregunten por ella; la violencia muestra cada vez más su ineficacia, porque al final destruye todo lo que toca, incluso a los que la utilizan, porque tarde o temprano conocen la vuelta de su acción. No me refiero a la minoría que utiliza la violencia a sabiendas, sino a la gran mayoría de los habitantes del planeta, que viven bajo la influencia de la violencia sin estar de acuerdo con ella. Además, aunque cerca del 80% de las personas que parecen ser sensibles a la no-violencia son mujeres, poco a poco los hombres se están interesando por ella, sabiendo que son ellos los que están esencialmente en el origen de la violencia en la sociedad actual.
Todavía queda mucha información y sensibilización por hacer y cualquier iniciativa que se sume a esta intención creciente merece ser apoyada con energía, ya sea en el ámbito educativo, en las familias, en las distintas redes sociales, en el mundo del trabajo o en la cultura, para alejarse de comportamientos codificados basados en creencias y valores que perpetúan la violencia de forma mecánica.
Todo lo que lleve a la autocrítica, al respeto a los demás, a la tolerancia y a la valoración de las diferencias merece ser difundido; todo lo que aumente la conciencia y cuestione la estrechez de miras merece ser difundido para propagar una cultura de la no-violencia.
Para ello, es fundamental preguntarse: «¿Cómo percibo la violencia que incendia el mundo y la que me afecta a mí y a mis seres queridos? ¿Qué tipo de violencia me veo obligado a soportar? ¿Genero yo mismo la violencia en mi entorno e incluso más allá? ¿Cómo puedo detener estas diferentes manifestaciones?»
Todo el mundo puede comprobar que su violencia personal depende de la violencia social y puede ver que lo contrario también es cierto. A veces nuestros prejuicios sobre la violencia y la no-violencia nos hacen aceptar una y descalificar la otra, lo cual es el tema del próximo capítulo.
Philippe Moal
Co-fundador del Observatorio de la no-violencia y miembro del Centro Mundial de Estudios Humanistas, Philippe Moal es autor de «Violencia, conciencia, no-violencia», publicado por L’Harmattan y patrocinado por la Comisión Nacional para la UNESCO. https://o-nv.org contact@o-nv.org. Contacto: pmoal2012@gmail.com
Notas
[1] A finales de 1975 conocí el movimiento Siloïsta cuando era estudiante de Ciencias de la Educación en la Universidad de París VIII. Mientras trabajaba en educación y luego en informática, me convertí en activista del Movimiento Humanista, primero en Francia, luego simultáneamente en Rumania de 1990 a 1995, en África Occidental y principalmente en Benín de 1997 a 2007, luego en Chile de 2009 a 2016 donde escribí el libro Violencia, conciencia, no-violencia que fue patrocinado por la Comisión Nacional de la Unesco cuando se publicó. Desde 2016 vivo entre España y Francia, integrándome en el Centro de Estudios Humanistas Noesis y creando con amigos el Observatorio de la no-violencia en París y Madrid, desde donde imparto regularmente conferencias y talleres (https://o-nv.org/fr/).
[2] ¡Indignaos! Destino Ediciones, 2011, Stéphane Hessel (1917-2013), diplomático francés, resistente, escritor y activista político de origen alemán.
[3] Discurso sobre la servidumbre voluntaria, Editorial Dahbar, 2016, (Éditions Mille et une nuits, 1995, pp. 39-42), Étienne De La Boétie (1530-1563) escritor y poeta humanista francés.
[4] Más allá del bien y del mal, Friedrich Nietzsche, Edimat Libros 2005.
[5] Pensamientos para mí mismo, Marco Aurelio, Libro Pretoriano, 2019, p. 31. Marco Aurelio (121-180) Emperador romano, filósofo y escritor estoico, el último de los gobernantes conocidos como los «Cinco Buenos Emperadores», el último emperador de la Pax Romana.
[6] Max Weber (1864-1920), economista y sociólogo alemán, considerado uno de los fundadores de la sociología.
[7] La superación de la venganza, Plaza y Valdés, 2017, Juan Espinosa Antón, investigador y escritor humanista español.
[8] Venganza, violencia y reconciliación, Parque de Estudios y Reflexiones Schlamau, Alemania, 2014, Luz Jahnen, investigadora humanista alemana.
[9] Todos los hombres son hermanos, Gandhi, Ediciones Sigueme, 1984 (Gallimard, 1969, p. 251).
Fuente: PRESENZA.COM
«Unas pistas para la no-violencia»
Investigación realizada por Philippe Moal, en forma de 12 capítulos.
El índice general es el siguiente:
1- ¿Hacia dónde vamos?
2- La difícil transición de la violencia a la no-violencia.
3- Prejuicios que perpetúan la violencia.
4- ¿Hay más o menos violencia que ayer?
5- Espirales de violencia
6- Desconexión, huida e hiper-conexión (a- Desconexión).
7- Desconexión, huida e hiper-conexión (b- La huida).
8- Desconexión, huida e hiper-conexión (c- hiper-conexión).
9- Las diferentes formas para rechazar la violencia.
10- El papel decisivo de la conciencia.
11- Transformación o inmovilización.
12- Integrar y superar la dualidad y Conclusión.
En el ensayo fechado en septiembre de 2021, el autor agradece: : Gracias a su acertada visión del tema, Martine Sicard, Jean-Luc Guérard, Maria del Carmen Gómez Moreno y Alicia Barrachina me han prestado una preciosa ayuda en la realización de este trabajo, tanto en la precisión de los términos como en la de las ideas, y se lo agradezco calurosamente.