En sentido opuesto a la hipocresía e inacción de muchos gobiernos, los pueblos del mundo han reaccionado unánimemente denunciando el genocidio en curso contra la población de Gaza.
A diario se suceden escenas de atrocidad en esa estrecha franja de territorio que sirve de hogar a cerca de 2 millones de personas, atrapadas entre bombardeos casi cotidianos, la falta de alimentos y agua, la destrucción de todos los servicios básicos y los muros que la convierten en un campo de concentración a cielo abierto.
Ante tamaña monstruosidad y a pesar de la dificultad de un análisis que vaya más allá de la imperiosa necesidad de poner fin inmediatamente a este cruel intento de limpieza étnica, es preciso preguntarse cuáles son las salidas ante esta situación.
En la coyuntura, sin duda que el reconocimiento de un Estado palestino como miembro pleno de Naciones Unidas, brindaría una palanca diplomática formal para exigir la retirada completa de las tropas israelíes de los territorios del nuevo Estado, además de su inviolabilidad.
Dicho reconocimiento permitiría el regreso de la población expulsada durante más de ocho décadas y haría posible un programa solidario multinacional de reconstrucción de las infraestructuras destruidas por la ocupación. Asimismo, la repatriación lograría comenzar a restaurar, al menos de forma parcial, el tejido familiar y social devastado, tanto o más que las edificaciones hoy en ruinas.
El fin de la agresión armada, junto al reconocimiento estatal y al enjuiciamiento de los responsables de los crímenes de guerra, tal como sucedió en la Alemania de la posguerra, son un mínimo exigible que, sin embargo, no repara la pérdida de miles de vidas y las catastróficas secuelas en la salud física y mental de la población palestina civil indefensa.
Pero, más allá del horror causado y el imperativo de detener la masacre, ¿cuál es la alternativa que puede traer paz definitiva a las poblaciones palestina e israelí? ¿Cuál es el camino para terminar con este presente infame y abrir el futuro de manera promisoria?
Los grandes enemigos
El gran enemigo del pueblo palestino no es el pueblo israelí, ni el pueblo palestino es el gran enemigo de los judíos que habitan junto a ellos. Ambos pueblos son rehenes de dos grandes enemigos: el temor y la sed de venganza.
Desde muy pequeños, los judíos que habitan Israel (y todos los emparentados con esa fe en la diáspora) son confrontados con un mapa equívoco. Se les muestra que, siendo unos pocos millones, están rodeados de un escenario hostil de cientos de millones de adversarios. Nada se les dice sobre el hecho objetivo de que sus antecesores, motivados sin duda por la necesidad de escapar a la persecución y el exterminio o por un afán de encontrar un hogar propio, invadieron un territorio que era ajeno. Justificar la apropiación con lejanas e históricamente dudosas fuentes bíblicas, o afirmar derechos de posesión por el hecho de haber migrado forzada- o voluntariamente a otros lugares, no autoriza en lo más mínimo a repetir con otros pueblos los mismos procedimientos inmorales.
Cada niño israelí en edad escolar visita una o más veces Yad Vashem, el memorial que revive la terrible experiencia de las víctimas judías del holocausto a manos de los nazis. En su educación se enfatiza en la permanente persecución que su pueblo ha sufrido, grabando a fuego desde temprana edad infantil el peligro ante el cual están expuestos, si es que no son capaces de defenderse adecuadamente. Un ejemplo de ello lo brinda la glorificación de uno de sus héroes legendarios, Judas Macabeo, quien lideró la revuelta homónima contra el imperio seléucida en el siglo II. Historia que es conmemorada en la festividad de Jánuca, en la que también se celebra la reedificación del Segundo Templo de Jerusalén.
No cabe duda que en el sentir de la inmensa mayoría de los israelíes judíos, el principal enemigo es el miedo.
En el caso palestino, el gran enemigo es la sed de venganza. Todo palestino sufre el oprobio constante y cotidiano de ser un ciudadano de segunda en su propia tierra. El control, la discriminación y el rechazo permanente del que es objeto durante toda su vida por parte del Estado israelí, hacen que la sombra del revanchismo avance en su alma con facilidad. Ese sentimiento es reforzado por el hecho objetivo de los fuertes lazos de parentesco con víctimas de la represión o del exilio.
En ambos pueblos, quien no adhiere al temor o al rencor, es repudiado y considerado un traidor. Ambos pueblos quedan así atrapados en una nefasta espiral violenta, que es aprovechada por las facciones extremistas que, al igual que en otros lugares, se hacen con el gobierno con proclamas inflamadas de odio y venganza.
No debe descuidarse en el análisis la influencia geopolítica externa motivada por factores totalmente alejados del bienestar de las poblaciones. El apartheid israelí contra el pueblo palestino cuenta con el apoyo del imperialismo estadounidense, el mismo que sostuvo al régimen sudafricano racista, pero también con el silencio cómplice de gobiernos dictatoriales, incluso del mundo árabe e islámico, que fingen adhesión a la causa palestina.
Asimismo, la negación de los gobiernos europeos a condenar abiertamente esta flagrante violación de derechos humanos y la desaparición del derecho internacional, habla a las claras de sus intereses comerciales y de una sumisión absoluta a los dictados del bloque militar atlantista, que ve en Israel un enclave aliado, encargado de custodiar y mantener a raya a las naciones petroleras del Medio Oriente.
Yendo al trasfondo, para enmendar y reparar la larga historia de expolio, se hará necesario que las culturas que hoy continúan pretendiendo ser los máximos exponentes de la civilización humana, abandonen el supremacismo que subyace a la violencia circundante.
La emancipación palestina parece así encuadrarse como un capítulo tardío y doloroso de la descolonización, acompañando el surgimiento de nuevas relaciones y paradigmas en el escenario internacional.
La única salida posible
Si bien la condena pública global, las protestas extendidas y las acciones de resistencia no violenta son fundamentales para contrarrestar la propaganda bélica y labrar el camino simbólico hacia la paz, esta no se logrará solo por presiones externas.
La salida de este largo conflicto aparentemente irresoluble está en la implosión de las estructuras mentales que lo generan. Para ello, el factor decisivo son las transformaciones que deben impulsar las nuevas generaciones, rebelándose contra los criminales fanáticos que pretenden liderarlos en ambas naciones.
Este cambio, que hoy pareciera lejano y acaso imposible, puede encontrar asiento en la contradicción interna que experimenta la mayoría de las y los jóvenes israelíes y palestinos, hastiados de la violencia y la inseguridad perpetua. Los pueblos ansían con vehemencia la paz, y tal como ha quedado demostrado en otras latitudes, deben hacer esfuerzos decididos por consolidar organizaciones y movimientos que la reivindiquen.
Tanto para los palestinos como para los israelíes, la única salida posible es enarbolar juntos la bandera de la paz y la no violencia.
Javier Tolcachier
Nota Original en: PRESSENZA.COM